Filosofía de bar

Publicado el 02 septiembre 2015 por Javier Ruiz Fernández @jaruiz_

Entré en el bar de la esquina intentando rehuir acusaciones de un lado y del otro. Populismos, socialismos o independentismos habían empezado a sonarme como llegados del mismo dial, y creí que una cerveza y una conversación amena con un alma distante serían el remedio perfecto, como bien señalaban las series norteamericanas.

A los pocos minutos, alcancé la terraza de uno de los miles de bares con rótulo bilingüe y tres generaciones de cualquier familia china tras la barra. No era cualquiera, eso sí, sino aquel que sentía más cercano de todos los que se despliegan por todo el Ensanche barcelonés.

Agarré el periódico, ya manoseado, y descubrí al pasar de hojas algunas de las muchas declaraciones más que reiteraban lo mismo. Ensimismado, seguí leyendo, una y otra vez los mismos titulares, sin atreverme a ahondar en temas que seguían repitiéndose, y repitiéndose en los medios.

De improviso, ocurrió algo que solo la palabra escrita puede acoger: una de las chicas se detuvo a descansar por unos minutos, prendió un cigarrillo y se sentó frente a mí, preocupada. Yo, extrañado, la miré, e inspirado por tonalidades propias de novela negra me vi obligado a dejar pasar algunos minutos en silencio.

No tardé en explicarle todo lo que me preocupada sobre la próxima Diada y el cercano 27-S. No era una inquietud fruto del miedo, aunque sé que este país es capaz de abatirse de extremo a extremo. Más bien se trataba de ese malestar que sube desde el estómago y suele indicar que, muy probablemente, hubiese podido salir todo mejor.

—¿Tú qué sientes? —preguntó ella.

Señalé el diario.

Ella asintió.

—Yo no me siento catalán, pero tampoco me siento español. Crecí pensando que era suficiente con sentirse parte de los tuyos y respetar la historia, la tierra, la lengua y, por encima de todo, a los muertos.

La china quedó pensativa unos segundos.

—Si mañana Cataluña se declara independiente, seguiremos bebiendo cervezas y trabajando de sol a sol; para todos nosotros, nada cambiará. Solo es un concepto en un papel, no es la vida real —dijo; después limpió la mesa con una bayeta y desapareció un buen rato.

¿Era verdad? Libertad, independencia fiscal, lengua, gobierno propio… ¿Significaba algo en nuestro día a día? Todos esos conceptos siempre habían estado allí, de una u otra forma, y quizá en un tiempo aceptemos que fue un erróneo centrismo del que se hizo gala durante décadas el culpable de no poder integrar a Cataluña en la ecuación, pero lo mismo ha ocurrido con Galicia, Euskadi, y muchos otros territorios que, pese a todo, mantienen más similitudes que diferencias.

Me descubrí observando de lejos las hordas de guiris que subían desde la Sagrada Familia en dirección al Guinardó, donde todavía nos manteníamos relativamente seguros de las acometidas. Había una única idea que no podía quitarme de la cabeza; aquella del españoles, somos todos, mientras se prostituía el modelo de crecimiento económico al primero que entraba con dos duros de más en la subasta.

¿Españoles somos todos? Y una mierda, pensé. Español es aquel que se sienta como tal, y catalán también; ¿y qué se puede hacer si siete, diez o treinta, millones consideran que el trato ya no es justo? ¿Seguirán funcionando las viejas políticas de identidad nacional en Europa o se debería encontrar una nueva fórmula a través de la que convivir más allá de la represión?

Jane, cuyo nombre en realidad siempre fue Jian, dejó en la mesa otra Voll-Damm, y mientras daba el primer sorbo no pude evitar pensar si realmente alguien podría ser más feliz un poco más lejos de todo lo que había conocido.

¿Sería traumático un cambio así? Supongo que tanto como quisiéramos todos.  ¿Estaríamos preparados? ¿Habíamos aprendido a convivir o solo nos dedicamos a buscar el modo de dejar de luchar mano a mano, espalda contra espalda? ¿Cómo podía un gobierno tan alejado de los ciudadanos afectar a sus vidas de una forma tan profunda como equivocada? ¿Era precisamente esa distancia que separaba a las instituciones y la calle lo que había provocado todo esto?

A medida que planteaba preguntas, la tarde avanzaba. Agosto se presentaba como ese punto muerto donde nadie quería pensar ni trabajar demasiado. ¿La independencia? Mejor en septiembre. ¿Los puntos sobre las íes? Pues también. La obligación política y las responsabilidades podían esperar.

En la calle, todo parecía muy real; más allá, un decorado de cartón-piedra. ¿Y la china? La china seguía mirando, de lejos, suspicaz, quizá pensando en las costas y las décadas que separaban su continente de Taiwán y las Islas Pescadores. Sé que un día me habló de ello, y yo le respondí que en todos lados, cuecen habas; ella asintió sin mediar palabra, hasta que encuentre en castellano aquellas que realmente busca.

Terminé la cerveza. Ella me miró, sonriente, sabiendo que poco o nada había solucionado allí, pero quizá (y esto lo desconozco) con la certidumbre de saber que había podido entender al menos eso, que no es poco. Como obligada, noté que formulaba esa pregunta fruto de la costumbre: ¿Y ahora qué?”

Sin saber realmente a qué se refería dejé varias monedas encima de la mesa.

—A esperar que se sienten a hablar —dije—; y si no es así, a ver por dónde peta la cosa. A grandes rasgos, uno está bien hasta que está jodido, y cuando está jodido, agarra el toro por los cuernos, y sigue hacia delante mientras pueda —concluí, haciendo gala de esa filosofía de bar que no nos lleva a ninguna parte.

La chica cogió las monedas sobre la mesa y las contó.

Ah —me giré.

Ella me miró.

—Hablando de cuernos… Al toro también podrían dejar de tocarle los cojones, ¿no crees?

Creo que la vi sonreír; quizá había dejado más propina de la cuenta, porque nada de aquello tenía ni una pizca de gracia. Aun así, como siempre, volví a casa extrañamente fortalecido.