¿De qué pueden hablar unos seres cuando todo ha terminado; cuando el mundo ya no existe o hemos calcinado la posibilidad de que siga existiendo? Ese problema se encuentran los personajes de Samuel Beckett en esta pieza no demasiado extensa, pero de una intensidad torturadora. Hamm, ciego y paralítico; Clov, su criado; Nell y Nagg, los padres de Hamm (que no tienen piernas y viven en cubos de basura). El universo es tan reducido como atroz. El arma es un lenguaje con el que herirse para no morir de golpe. Todo es aturdimiento, soledad, desgarro, quizá porque no hay “nada tan divertido como la desgracia” (Nell) o porque la rutina es también un modo de supervivencia (“Las preguntas de siempre, las respuestas de siempre, son las mejores”, dice Hamm). Escuchando a estos seres que agonizan o languidecen, el lector siente que los oídos y la boca se le llenan de tierra. Beckett, como siempre, se sale con la suya: es el mejor retratista de un mundo que se descubre sin sentido y que camina hacia la consunción.