FIN DE SEMANA (7-9 y 14-16 de agosto)

Por Moncho Satoló

En un país como éste, donde la población profesa todas las ramificaciones existentes del Cristianismo, además del Islam; la religión, con la llegada del fin de semana, lo invade todo.  Lo descubrimos pronto, con la llegada del viernes.
 

Jesucristo Vol. IV / Moncho Satoló

   Primero fueron las continuas llamadas a la oración desde las mezquitas. Viernes, día sagrado para los musulmanes, provocó una oleada de creyentes hacia su lugar de culto. En nuestra casa, donde vivimos, sólo Andriu es musulmán. Delgado, de 73 años y hermano de Imelda, Andriu fue católico hasta que, durante los años 70, viajó a Italia para cursar los estudios de Agrónomo. Fue entonces, rodeado del lujo del Vaticano, el mercantilismo y la superficialidad que envolvía a esta religión cuando, a su regreso a Sierra Leona, decidió hacerse musulmán. En el Islam, con el simple hecho de desearlo, te conviertes. Sus allegados, entre risas, dicen que la verdadera razón de su conversión es que Andriu quería hacerse polígamo. Fuera de bromas, el respeto mutuo es total.

Mezquita financiada por Libia, en un intento de cambiar su imagen en Sierra Leona después del respaldo que dio a los rebeldes durante la guerra / Moncho Satoló

   Nunca antes había presenciado nada parecido. El resto de su familia sigue siendo católica y las dos religiones conviven en plena armonía. Recuerdo, durante mi visita a los Balcanes, cómo, al igual que aquí, en el paisaje del país se intercalaban iglesias y mezquitas, pero cada grupo contaba con sus propios barrios y la tensión era enorme. En Sierra Leona, iglesias y mezquitas se encuentran separadas, muchas veces, por unos pocos metros y, salvo por la vestimenta, resultaría realmente complicado  adivinar dónde viven cada uno de estos grupos, más aún cuando en muchas familias sus miembros profesan religiones diferentes.

Mezquita en campo de desplazados / Moncho Satoló

   La escuela que dirige Imelda es, como ella me dijo, un centro católico. Sin embargo, muchos de sus alumnos son musulmanes, sin que por ello exista problema alguno. Lejos de ser un problema, ese mismo lugar de madera y uralita que sirve de escuela se convierte, con la llegada del fin de semana, en un tempo de la Iglesia de Pentecostés, una de las tantas ramificaciones del Cristianismo.

   Continuamos en ese nuestro primer viernes en Sierra Leona. Ya de noche, en casa, comenzamos a ver gente vestida de blanco que se dirigía a la escuela. Imelda me explicó: “Como no tienen otro sitio, les dejamos la escuela durante el fin de semana para que den misa. Su día sagrado es el domingo, como nosotros, pero el primer viernes de cada mes también se reúnen para rezar durante toda la noche”. Sí, os lo aseguro, toda la noche.

   Cuando Nuria y yo nos fuimos a dormir, muy pronto, como a las 10 de la noche, el silencio era total. A media noche, los cánticos comenzaron. Se hallaban tan cerca de nuestra ventana que sus plegarias se filtraban en el interior de nuestro dormitorio a bocanadas. Momentos tranquilos, de murmullos pronunciados como un mantra, continuos, durante minutos, se intercalaban con los gritos del sacerdote que los creyentes repetían en un eco multiplicado: “Dios, es grande; Dios es todopoderoso; Dios nos quiere; Dios vigila por nosotros; oh, Dios…”.  Y, tras breves instantes de silencio, los cánticos. En mitad de la noche, entre el sueño y la vigilia, su música de tambores y sus moduladas voces cantando al Cielo, me mantenían en un estado mágico, flotando, sumido en una extraña paz mística. Nuria, con mucha más mala leche que yo, me dijo: “¡No puedo dormir! La próxima vez cojo y me marcho con ellos a cantar”.

Iglesia católica antes de comenzar la misa / Nuria Rodpa

   Sin judíos a la vista, Sierra Leona quedó el sábado libre de rezos y, el domingo, se reanudaron. Curiosos, Nuria y yo decidimos acompañar a parte de la familia a misa (Edmond, con sus hijos y sobrinos). Todos vestían de manera impecable, con zapatos lustrados a conciencia y acompañados de su vistosa ropa tradicional. Edmond llamó a un taxi, donde nos metimos cinco niños y cuatro adultos, contando con el conductor. A llegar a la iglesia, a las 10 de la mañana, tuvimos que esperar a que terminara una misa, que era ya la segunda de la mañana. El templo se hallaba abarrotado de gente. Entramos.

   La misa la dirigía un sacerdote italiano que, según explicó él mismo, se encontraba sustituyendo al párroco anterior de manera temporal, mientras no llegaba un sustituto. Una especie de asociación cristiana, formada por dos hombres, uno de ellos albino, y decenas de mujeres, presidía la iglesia ocupando los primeros bancos. Las mujeres vestían de rojo oscuro y, los hombres, de traje negro. La mayoría estaba bien rellenito, por lo que se debía de tratar de una asociación elitista en un país que, el sobre peso, significa prosperidad. Tres horas, un calor asfixiante y manos agitando a modo de abanico los papeles que nos habían repartido con el orden del día. Marie, de tres años, se durmió en mis brazos. Amanda, también de tres, en los de Nuria. Exceptuando por los cánticos, que eran mucho más numerosos, largos y alegres, en poco se diferenciaban a nuestras ceremonias. La homilía, un coñazo de simpleza, hablaba de la importancia de alimentar el cuerpo y el alma. Al domingo siguiente nos opusimos con cierta sutileza a volver.

Feligreses saliendo de misa mientras otros esperan para entrar / Nuria Rodpa

OCIO
Al salir del colegio nos fuimos a tomar un refresco con los niños. El bar, un humilde local de madera y uralita a la orilla de la carretera, contaba con numerosos bancos y sillas apuntando a las cajitas sagradas, dos pequeños televisores. Sólo un par de personas los ocupaba. Minutos más tarde, se abarrotó. Jugaba el Manchester United contra el Chelsea, dos de los equipos más seguidos. Todo hombres, el primer gol, marcado por un negro del Manchester, supuso una tronada de gritos y saltos. Después el Chelsea terminaría ganando 2-1, aunque no vi las reacciones porque nos marchamos al terminar la primera parte. Los críos se hallaban tan excitados como los mayores.

   En Sierra Leona, incluso más que en países como España, el fútbol es una religión más. Fervientes seguidores del fútbol inglés, sólo hace sombra a éste los partidos del F.C. Barcelona y, a mucha distancia, los del Real Madrid. En las últimas semanas, el equipo Blanco está ganando adeptos con la incorporación de Cristiano Ronaldo al club, un ídolo entre parte de la población local. Las teorías de Florentino Pérez parecen cumplirse.

Siguiendo el sagrado fútbol por el televisor / Nuria Rodpa

   Pero el ocio no se corresponde únicamente con el fútbol. Las noches del viernes y sábado, como en gran parte del Mundo, la juventud se adueña de la diversión. Edmond, el sábado 15, nos llevó de juerga después de ver dos partidos de fútbol, uno del Manchester y otro del Real Madrid. Primero, como es habitual, calentamos motores en una terraza, acompañados de unas cervezas. La lluvia nos había dado un respiro. Rato de confidencias con Edmond, que nos narró todos los problemas que la fuga de su ex-mujer le había provocado. Como mosquitos, las prostitutas revoloteaban a nuestro alrededor, muchas de ellas, como Edmond nos informó, infectadas con el virus del Sida. Los preservativos, aunque los reparten en todo el país de manera gratuita, no son muy populares entre la población. Se pueden ver por las calles coches con megáfonos que anuncian todo tipo de productos para combatir las enfermedades de transmisión sexual. La carrocería del coche ayuda con la publicidad, con dibujos explícitos que muestran, por ejemplo, a un hombre rascándose el pene u orinando sangre.

Edmond / Moncho Satoló

   Después de unas cervezas, nos dirigimos al local contiguo a bailar. Con música africana y negra estadounidense, el pub se hallaba repleto hasta los topes de hombres bailando. A muchos les llamó la atención vernos. Edmond me recomendó que tuviera cuidado con los bolsillos. “¿Llevas móviles?”, me dijo. Al responder que sí, me pidió que se los diera para que  los guardaran detrás de la barra. Un chico vino a hablarme y me preguntó si le invitaba a una cerveza. Al instante, un chico musculoso vino hasta mí y lo alejó. Habían preparado, de repente, un fuerte sistema de seguridad a nuestro alrededor para que nadie nos molestara. Un hombre grande y gordo me llamó. Era el dueño de un bar que Nuria y yo solíamos frecuentar. El ‘bar pijo’, como le llamamos que, aunque no tiene nada especial, está abarrotado de gordos con coches de gran cilindrada. Me dijo que nos había visto muchas veces por su bar y que no quería que nos pasase nada malo, por lo que sus hombres nos protegerían. El grandullón que me había separado al chico de la cerveza era uno de ellos. Nuria, tranquila, me decía: “Perfecto, cuanto más seguros mejor”. El dueño del bar también separaba a gente que se nos acercaba demasiado. Nos pidieron que nos situáramos al final del local, junto a la pared, para evitar problemas. Allí, una mujer comenzó a bailar con Nuria. Primero vi unas manos negras que le agarraban los pechos y, antes de preocuparme, vi que se trataba de una mujer. “Esta no baila, sino que me cachea por si llevo algo”, me comentó Nuria. Todo se encontraba en mis bolsillos, por lo que la dejamos seguir manoseando.

   A las 2 de la madrugada, la música paró. Se había terminado la noche. El grandullón, precipitado, me dijo: “Os voy a llevar a casa en mi coche, quiero que lleguéis seguros. He estado viendo movimientos sospechosos entre la gente”. Edmond trataba de evitarlo, pero no nos dejaron elegir y, rápidos, nos metieron en su coche: una todoterreno blanco y lujoso. Yo no estaba preocupado, ¿qué nos va a robar un rico? Edmond no quería que supieran dónde vivíamos, por lo que, en todo momento, trataba que nos dejasen lo más alejados posible de nuestra casa. Al final, engañándoles, señalamos otra vivienda. Paramos y, tras despedirnos, nos metimos por un camino diferente al nuestro esperando que se marcharan. Cuando la luz de sus faros se alejó, retomamos nuestro camino a casa. “En este país no me fío de nadie”, concluyó Edmond.

  Al día siguiente, nos llevaron a conocer la playa. El tío Sam (que nos había recogido el primer día con Edmond en el aeropuerto) acudió en su 4×4 para llevarnos. Los tres niños mayores nos acompañaron. Yo tenía en mente las hermosas playas que se veían en la película Diamantes de Sangre, con Leonardo Di Caprio. Pero la realidad era un poco diferente. Chiringuitos destartalados, grises, salpicaban la línea de playa. Restos de basura se amontonaban en la orilla y, el mal tiempo, terminó por finiquitar de un golpe todas nuestras expectativas. Quién sabe, quizá en el futuro termine siendo uno de los grandes rincones turísticos del Oeste de África, pero no ahora.

Furgo-taxis en un cruce / Moncho Satoló

Nota: El viernes 14 regresamos a Kissy, en plena hora punta, desde Freetown. Era de noche. Filas interminables de gente recorrían la orilla de las carreteras en dirección a sus casas. Los transeúntes se abalanzaban hacia los escasas furgonetas o taxis que paraban, tratando de encontrar un sitio en su interior. Otros muchos medios de transporte pasaban de largo abarrotados. Caminamos durante más de una hora. Edmond me comentó: “Esta situación me recuerda enormemente a los tiempos de la guerra, mientras huíamos de los rebeldes. Caminábamos con lo puesto día tras día, con miedo, colgados de la radio y cambiando continuamente de dirección según las informaciones”.

Interir de furgo-bus / Moncho Satoló