Mi primera impresión al llegar, bien entrada la noche y con unos cuantos de cientos de kilómetros a mis espaldas, fue de ciudad fantasma.
La Mangase presentaba ante mis ojos como una ciudad veraniega, abandonada y fría en esta época. Sin embargo, tan sólo unos pocos metros me hicieron falta para darme cuenta en seguida del encanto tan peculiar del que, sin percatarme de forma consciente, me iba a impregnar a lo largo de todo el fin de semana que tenía por delante.Cierras los ojos y oyes silencio. Lo oyes, lo sientes y lo masticas. Lo saboreas. Te embriagas con su densidad… El arrullo de las olas como sonido contínuo en el fondo de todo escenario cautiva tu ser. Sientes la paz. Te sientes tranquilo. Lejos quedan las luces, el tráfico, los gentíos, las prisas. Tan solo te apetece pasear y cuanto más cerca del mar, mejor.
En La Manga eso es posible siempre, porque si miras a un lado tienes el Mar Mediterráneo y al otro el Mar Menor. No tienes más que girar la vista. Separados en ocasiones por unos escasos metros cuesta muchas veces mirar al horizonte y encontrar la línea que separa el cielo del mar. 21 Kms de cordón litoral cuyo extremo más natural se llama Veneziola por su similitud de canales a la archiconocida ciudad italiana. Fue precisamente en Veneziola (lo cuento a modo de anécdota) donde sentí verdadero vértigo al subir con el coche por El Puente de la Risa, con una subida de miedo y una bajada igual, de las de subir con carrerilla que se suele decir…
Compramos barritas de incienso de olores diferentes y salimos de nuestra merienda allí con la sensación de haber descubierto un sitio idílico al margen de la común realidad. Me he prometido volver.
Salí apenada de La Manga. He aprendido a encontrar el secreto de lugares inesperados, redescubriendo que en cualquier rincón de este mundo, y en ocasiones donde menos te lo esperas, es posible hacer más grande tu espíritu.