En algunos cuentos tradicionales los finales eran considerados como disparos certeros a la mente del lector, ya fuera para sorprenderlo o para solucionarle el conflicto planteado en toda la narración. Visto así, los finales justificaban toda la narración, lo cual implicaba casi la anulación del lector como ente pensante al finalizar la lectura. Parecía que toda la pieza narrativa había sido escrita sólo pensando en el final. No había, entonces, demasiados motivos para releer una ficción cuando conocíamos su final y cuando este final prácticamente desvirtuaba toda la acción desarrollada hasta llegar a él. El lector podía recordar después más el final del cuento que el cuento mismo, por la poderosa impresión que le dejaba. Pero en los cuentos de Dennis Arita (La Lima, 1969) esto no es así. Arita desestima los finales como metas a las que debe llegar el lector y en cambio le ofrece recorridos extraños, a veces insólitos, a veces oníricos, para que pueda preguntarse constantemente dónde está o qué ocurrió antes de llegar ahí. Así que el final de cada uno de esos cuentos puede ser uno o puede ser múltiple, pero lo más importante no será encontrarlo sino dejarse seducir y atrapar por esa necesaria y permanente posibilidad de búsqueda.
Reconocido como narrador desde hacía algunos años, cuando sus primeros trabajos aparecieron en las páginas de diarios y revistas nacionales, Dennis Arita decidió publicar, por primera vez en libro, algunas de sus ficciones breves en 2008 bajo el título Final de invierno. Compuesto por cinco cuentos largos, este libro supuso una grata noticia para la narrativa hondureña pues ya se sabía de los alcances que su autor, lector infatigable y acucioso, podía lograr con su ópera prima.
Y el resultado es una obra breve pero sustanciosa, de una profundidad inusual en la cuentística hondureña de los últimos años, comparable, en términos de calidad, con las mejores piezas de narrativa breve que ha producido la literatura nacional.
Nada es explícito en estos cuentos, y esto es algo que se agradece pues el valor de un libro de narrativa en estos tiempos ya no reside en las minuciosas descripciones topográficas o antropológicas –de eso ya se ocupó, en su momento, la novela costumbrista- sino en la eficacia demostrada por el autor en su intención de crear diversos significados posibles desde un mismo punto de origen.
Para empezar, “El río”, un cuento en donde somos testigos de las que posiblemente sean las últimas horas de Figueroa, un hombre que despierta a la orilla de un río, herido en la pierna derecha, intentando rearmar en su cabeza lo ocurrido antes de su pérdida de la conciencia. El proceso de recuperación de los recuerdos inmediatos de este personaje, dejándose llenar por “ráfagas de imágenes”, traza una posible ruta de lectura para éste y para los cuentos posteriores del libro pues la manera en que la memoria va reactivándose se asemeja bastante a la manera en que los lectores nos vemos obligados a recomponer en nuestra cabeza la historia que se nos cuenta. La situación que origina lo narrado es apenas evocada a través del personaje principal; son pocas líneas las que se ocupan de mostrarnos el incidente detonante de toda la acción narrativa, pero esas líneas bastan para que empecemos a completar, con nuestra imaginación, una historia de sangre. “Ni siquiera sabe qué podía contar o si había algo que contar y en qué orden”, dice la voz narradora, y así nos vemos por momentos los lectores, sin saber cómo interpretar lo leído o en qué orden, lo cual es motivo para involucrarnos en la trama, como una especie de detectives literarios.
En “Casas”, el segundo cuento del libro, una pareja da por sentado que Sierra, un personaje que ha perdido el camino a la ciudad, es el dueño de la casa nueva en la zona residencial en la que viven, y Sierra, afectado por una extraña fiebre y un dolor agudo en la espalda, termina también asumiendo que, efectivamente, es el dueño de la casa nueva, aunque ni siquiera quiso entrar a verla por dentro cuando el vendedor se lo propuso, porque había decidido que no iba a comprarla. Es un cuento en el que predomina una atmósfera onírica, que puede otorgar respuestas si lo leemos bajo el presupuesto de que podría tratarse de un sueño. Sierra, por ejemplo, no recuerda haber visto más que dos casas cuando se dirigía, en el carro del vendedor, a la zona residencial, mientras que a la vuelta se percata de que hay más, y sólo se lo explica diciéndose que “de alguna manera el camino de ida no es el camino de vuelta aunque sean el mismo camino”. La extraña fiebre y el dolor agudo en la espalda que afectan al personaje Sierra después de recibir un chaparrón imprevisto, lo sumen en un estado en el que se muestra incapaz de subvertir el orden de las cosas. Por eso llega a sentirse extrañamente cómodo en la casa de esa pareja de desconocidos sobre cuyo asiento de mimbre descansa, esperando que pase la fiebre. Por eso tampoco los contradice demasiado cuando lo tratan como al dueño de la casa nueva. Y por eso, finalmente, decide ya no dirigirse a la ciudad cuando logra salir de la casa de la pareja sino a su “nueva casa”, a la que ni siquiera ha entrado nunca y cuyo pomo, sin embargo, se apresta a abrir con absoluta naturalidad al final de la narración.
“Monstruo”, siguiente cuento del libro, es, posiblemente, el más receloso de todos. En el viaje de Peralta a la casa de su madre en el sur hay varias incógnitas y alguna sospecha un tanto arriesgada. Entre las incógnitas, podría contarse la de por qué tenía Peralta 15 años de no visitar a su madre si la casa de ésta quedaba a sólo tres horas de distancia en bus. También la de si existe entre Ramírez y la madre de Peralta una relación más allá de lo meramente comercial. Y esta última podría generar otra: ¿por qué la madre de Peralta había retirado de la pared de su casa el retrato de su padre y los diplomas de su hermano? Y lo que uno alcanza a sospechar, si el morbo da para tanto, tiene que ver con la naturaleza de la relación entre Peralta y su madre. Pero para esa sospecha y para las preguntas que el cuento genera no encontraremos más respuestas que las que nuestras relecturas y nuestra imaginación puedan procurarnos. Porque la intención de su autor no es plantearnos situaciones ambiguas para después aclarárnoslas sino simplemente introducirnos en un mundo espeso, poblado de dudas, y su juego consiste precisamente en mantenernos en una calculada incertidumbre.
En “Edificios después de la lluvia”, Juan Mendoza sigue viendo intacto el edificio que albergaba el café, a pesar de que él mismo decidió su demolición y de que hay pruebas de esa demolición, entre ellas a su compañero Funes asegurándole que efectivamente así ocurrió. Pero el asunto de la demolición del edificio es lo más importante sólo en apariencia, porque en realidad las relaciones de los dos personajes principales, Mendoza y Funes, con las mujeres que tienen cerca es lo que invita a pensar verdaderamente. El tipo de empresa para la que los personajes trabajan, el motivo de la demolición del edificio y el final de la narración, en el que se producen dos posibilidades, no se comparan, en cuanto a incógnitas, con la relación de Funes con su esposa y con la más que posible relación de Funes con Laura, por la que al parecer Mendoza también siente un afecto especial. ¿Qué hay entre Funes y Laura? ¿Qué ocurre con Funes y Laura después de la supuesta demolición del edificio del café? ¿Qué pasa con Ana a partir del momento en que Mendoza le hace la revelación más importante del cuento? Esas son las preguntas que afloran a esta altura del libro.
“Final de invierno”, el último de los cuentos, parece estar constituido por elementos más realistas, menos oníricos o surrealistas que los que componen los cuentos anteriores. En la monotonía de los días del protagonista y de su amigo Rodríguez entran Micaela y el Rubio. Ella, una mensajera enviada por Rodríguez al protagonista. El Rubio, el objeto del mensaje. Rodríguez quiere demostrar a su amigo que su teoría de que “no hay nadie que haga lo mismo todos los días” es incorrecta pues ahí está el Rubio, un profesor de colegio que a la salida de su trabajo repite cada día los mismos gestos, los mismos pasos, para dirigirse al bar en donde lo espera una mujer de pelo negro, con quien sale y se pierde por las calles de la ciudad. “Ahora sé que el pie que ponía en la primera grada era siempre el derecho y que cuando tomaba el brazo de la mujer de pelo negro que lo esperaba quince pasos más adelante lo hacía con la mano izquierda, mientras con la derecha rozaba leve la mejilla mongólica y la sien para apartar, siempre, un mechón rebelde”, leemos. Las instrucciones de Micaela, que llega a ser la amante del protagonista, son precisas: no debe alterar el curso de los acontecimientos, no debe intervenir nunca, no debe tratar de modificar nada. Pero llega el momento en que el personaje rompe las normas y acaba con lo que Rodríguez llamaba “ese milagro” repetitivo del Rubio. Lo que viene es algo que, por respeto a los lectores, no debo reseñar aquí, ya que contiene, como sugiere su título, un final contundente, más cerca de esos finales de algunos cuentos tradicionales de los que hablaba al principio.
Para tratar de acercarse al espíritu o a la poética de estos cuentos hay que acercarse primeramente a sus personajes, pero esto no resulta nada fácil desde la simple y curiosa circunstancia de que en la mayoría de las veces sólo llegamos a conocerlos por sus apellidos, lo cual, de cierta manera, obliga al lector a mantenerse alejado de ellos. Desde este detalle, Arita nos impone una distancia o una valla que sólo nos permitirá cruzar nuestra capacidad para indagar. Y en esto radica ese espíritu o esa poética de estos cuentos: en propiciar dudas en el lector para obligarlo a interrogarse, aunque eso no le garantice respuestas definitivas.
Todo lo que los personajes dicen en estos cuentos, desde una frase larga hasta una simple exclamación, puede tener un valor significativo a la hora de intentar descubrir lo que realmente ocurre. Todo aquí es dudoso o sospechoso, pero sólo para el lector, porque la información nunca le es revelada completamente, mientras que para los personajes nada de lo que ocurre parece estar fuera de lo normal. El lector podría suponer que de entre los diálogos de los personajes extraerá la información necesaria para comprender todo lo que les ocurre, pero esto no es así pues estos diálogos no están escritos para informar sino para alimentar la trama y en ellos los personajes parecieran sentirse cómodos en la atmósfera espesa en la que se mueven pues asumen lo que sucede sin cuestionarlo demasiado.
Lo que para los personajes es normal, para el lector es ambiguo. Pero la ambigüedad, lejos de lo que podría pensarse, es un artificio perfectamente armonizado dentro de la trama. Arita ha debido pensar –y escribir- primero las historias para después desmontarlas y rescribirlas dándoles tan sólo una apariencia de linealidad, porque cuando nos proponemos encontrar el punto de partida de cada una de estas historias para seguir el hilo que conduce hasta el posible final, tenemos que leerlas y releerlas varias veces, tomando notas aquí y allá, poniendo en orden los hechos; sólo así logramos el pleno disfrute y la comprensión de este libro, lo cual es digno de señalar como gran mérito de su autor.
Conocemos poco a poco a los personajes, pero no a través de frías y aburridas descripciones en los primeros párrafos sino a través de los acontecimientos narrados, de manera que estos acontecimientos se convierten en los verdaderos narradores de las historias. Los narradores omniscientes o en primera persona no son quienes nos revelan algo. De donde al fin y al cabo extraemos alguna información para ayudarnos a completar las historias es de lo que ocurre y nos es contado. Y sin embargo no todo nos es revelado. Los narradores describen hechos puntuales, pero estos son apenas lo que sobresale de la parte subyacente de la historia. Lo ocurrido antes y que no nos ha sido narrado con exactitud es lo que contiene el principio de todo y lo que nos va dejando pistas, como piezas de un rompecabezas que debemos armar con nuestra perspicacia o nuestra intuición.
Estos cuentos son surrealistas en el sentido de que se componen de imágenes que no están regidas estrictamente por la conciencia. Contienen, sí, momentos en los que se identifica episodios realistas (un asesinato, una pelea), pero estos sólo están ahí para establecer la conexión necesaria entre lo real y lo imaginario, como para recordarnos que a pesar de todo, de las situaciones insólitas que se producen a menudo, de los diálogos que dan la apariencia de que todo lo que sucede es absolutamente normal pero que no lo es, lo que al fin y al cabo se nos narra está insertado en el mundo real, en una realidad objetiva, en la vida cotidiana, y que si se ven afectados de vez en cuando por algo de “irrealidad” es porque así considera el autor que merece ser tratada su realidad inmediata. De ninguna otra manera uno logra explicarse, por ejemplo, la aparición de un extraño –y casi gratuito, podríamos decir- “monstruo” en el solar de la casa de la madre de Peralta en el pueblo, que a él le pareció que “tenía el tamaño de un toro o un búfalo”; o la naturalidad con la que Sierra, en el cuento “Casas”, asume su situación en casa de unos desconocidos; o lo absurdo de que dos personas se dediquen, sin un motivo más que el de cumplir con su trabajo, a la demolición de edificios que al parecer no necesitan ser demolidos.
Importa más en estos cuentos el ejercicio narrativo puro y menos los resultados que se deriven de la acción, más la fijación en la memoria lectora de las imágenes sugeridas que la composición de realidades y paisajes precisos, más la búsqueda incesante que lo que pueda resultar de ella. Y esto es algo que hace huir a algunos lectores, acostumbrados a la narrativa premasticada, poco dispuestos a hacer frente a aquello que no entienden a cabalidad.
Quienes se permitan la aventura de leer con la debida atención este libro estarán otorgándole un respiro a su inteligencia y podrán darse cuenta de que la narrativa de Honduras no tiene que estar teñida necesariamente con el aburrido color local con que solemos verla sino que puede alimentarse de otros ámbitos, de otros climas y de referencias más universales. Con este libro, definitivamente, Dennis Arita confirma su valía como narrador de primera línea y abre otra vertiente en la ruta de la nueva narrativa hondureña.