El mirador de Trolltunga, en la región de Stavanger, se encuentra a 700 metros sobre el lago de Ringedalsvatnet.(Foto: Simon Dannhauer, El País)No se me ocurre pensar en un fiordo que no lo cruce un barco vikingo, uno de esos drakkar temibles, con su dragón en el mascarón de proa, partiendo las aguas. Tampoco pienso mucho en ellos, pero en cuanto lo hago, a poco que el azar me los sirve - quién va a ser sino el azar el gentil y hospitalario anfitrión- aparece el barco vikingo y veo desfilar por mi cabeza cascos con cuernos, barbas trenzadas, hachas izadas al aire y escucho canciones de saqueo. Es curioso todo lo que puede hacer una cabeza inclinada a la épica, aunque a falta de la propia, sea la épica ajena.Mi cabeza se educó leyendo historias de pillaje vikingo en los tebeos del Jabato o del Capitán Trueno o los dibujos de Vickie el Vikingo. Luego vino Los vikingos, la gloriosa película de Richard Fleischer, con Kirk Douglas con un solo ojo, sentado en su trono, rezando a Odín y pidiendo a su hijo, el armado Thor, que le concediera el don del coraje y pudiera entrar en el ansiado Valhalla., con la hermosa Janet Leigh, vestida como una princesa, adorable y ruda a la vez. Ahora hay una serie, titulada abruptamente Vikingos, cuyas dos primeras temporadas me han parecido formidables, que deja caer la idea de que no solo era un pueblo violento, de moralidad liviana e inclinación natural al fornicio, diligentes en la guerra y conscientes de lo que una buena propaganda podía hacer a favor suyo. No solo eran unos bárbaros, en el sentido animal del término, sino que se cuidaban mucho de parecerlo y de difundirlo. Eran también unos defensores a ultranza de la familia, eran sentimentales y también poseían una religiosidad depositada en una abundante y emocionante literatura oral. Le daban a la mujer un rango social que el cristianismo jamás cedió. La mujer vikinga lee, participa en la batalla, decide con quién casarse y hasta se registra que alguna -no con la profusión de los hombres - lideraba ejércitos y ejercía la jefatura ciudadana. De los vikingos, de su civilización, me fascina el paisaje que la encuadra. Es una de esas fascinaciones de orden estético que no pueden en modo alguno ser vertidas adecuadamente en palabras. Ninguna combinación de ellas compondrá una imagen como la que proporciona la realidad. Dicho esto por alguien que nunca ha visitado las costas noruegas, por un lado, y ama el juego de combinar palabras - y a ver qué sale y qué produce - es decir mucho. De momento, a falta de viajar de una vez allí y comprobar de primera mano la belleza, me conformo con recrear la vista con fotografías como la que encabeza este escrito de sábado. No sé qué se sentirá al mirar el mundo desde esa piedra horizontal, que se incrusta en el aire y lo violenta. Debe salir otro distinto al que se sentó. Me imagino que el que haya sentido ese placer - esa visión pura del infinito, de la naturaleza ofrecida como un regalo - habrá cambiado de alguna manera. Igual se entienden cosas a las que normalmente no alcanzamos. Quienes construían las catedrales pretendían hacer fiordos, pero no eran dioses, los dioses a los que pretendían acercarse y a los que ansiaban halagar. Queda quizá la sensación de sentir que todo cobra un sentido. Probablemente el significado de las religiones sea ese: el de ocupar un hueco, el lugar vacío en donde nada es narrable con la razón. Somos de los cuentos, somos de la fabulación, de todos los dioses antiguos, de los bonancibles y de los bárbaros, de los furiosos y de los tiernos, somos figurantes de una trama imposible de contar, en la que se nos permite decir unas líneas en el escenario. El de los fiordos es idílico.
El mirador de Trolltunga, en la región de Stavanger, se encuentra a 700 metros sobre el lago de Ringedalsvatnet.(Foto: Simon Dannhauer, El País)No se me ocurre pensar en un fiordo que no lo cruce un barco vikingo, uno de esos drakkar temibles, con su dragón en el mascarón de proa, partiendo las aguas. Tampoco pienso mucho en ellos, pero en cuanto lo hago, a poco que el azar me los sirve - quién va a ser sino el azar el gentil y hospitalario anfitrión- aparece el barco vikingo y veo desfilar por mi cabeza cascos con cuernos, barbas trenzadas, hachas izadas al aire y escucho canciones de saqueo. Es curioso todo lo que puede hacer una cabeza inclinada a la épica, aunque a falta de la propia, sea la épica ajena.Mi cabeza se educó leyendo historias de pillaje vikingo en los tebeos del Jabato o del Capitán Trueno o los dibujos de Vickie el Vikingo. Luego vino Los vikingos, la gloriosa película de Richard Fleischer, con Kirk Douglas con un solo ojo, sentado en su trono, rezando a Odín y pidiendo a su hijo, el armado Thor, que le concediera el don del coraje y pudiera entrar en el ansiado Valhalla., con la hermosa Janet Leigh, vestida como una princesa, adorable y ruda a la vez. Ahora hay una serie, titulada abruptamente Vikingos, cuyas dos primeras temporadas me han parecido formidables, que deja caer la idea de que no solo era un pueblo violento, de moralidad liviana e inclinación natural al fornicio, diligentes en la guerra y conscientes de lo que una buena propaganda podía hacer a favor suyo. No solo eran unos bárbaros, en el sentido animal del término, sino que se cuidaban mucho de parecerlo y de difundirlo. Eran también unos defensores a ultranza de la familia, eran sentimentales y también poseían una religiosidad depositada en una abundante y emocionante literatura oral. Le daban a la mujer un rango social que el cristianismo jamás cedió. La mujer vikinga lee, participa en la batalla, decide con quién casarse y hasta se registra que alguna -no con la profusión de los hombres - lideraba ejércitos y ejercía la jefatura ciudadana. De los vikingos, de su civilización, me fascina el paisaje que la encuadra. Es una de esas fascinaciones de orden estético que no pueden en modo alguno ser vertidas adecuadamente en palabras. Ninguna combinación de ellas compondrá una imagen como la que proporciona la realidad. Dicho esto por alguien que nunca ha visitado las costas noruegas, por un lado, y ama el juego de combinar palabras - y a ver qué sale y qué produce - es decir mucho. De momento, a falta de viajar de una vez allí y comprobar de primera mano la belleza, me conformo con recrear la vista con fotografías como la que encabeza este escrito de sábado. No sé qué se sentirá al mirar el mundo desde esa piedra horizontal, que se incrusta en el aire y lo violenta. Debe salir otro distinto al que se sentó. Me imagino que el que haya sentido ese placer - esa visión pura del infinito, de la naturaleza ofrecida como un regalo - habrá cambiado de alguna manera. Igual se entienden cosas a las que normalmente no alcanzamos. Quienes construían las catedrales pretendían hacer fiordos, pero no eran dioses, los dioses a los que pretendían acercarse y a los que ansiaban halagar. Queda quizá la sensación de sentir que todo cobra un sentido. Probablemente el significado de las religiones sea ese: el de ocupar un hueco, el lugar vacío en donde nada es narrable con la razón. Somos de los cuentos, somos de la fabulación, de todos los dioses antiguos, de los bonancibles y de los bárbaros, de los furiosos y de los tiernos, somos figurantes de una trama imposible de contar, en la que se nos permite decir unas líneas en el escenario. El de los fiordos es idílico.