Flechazo con la arena (galerna incluida)

Por Y, Además, Mamá @yademasmama

Si para los de interior ir a la playa con un bebé ya es una odisea de por sí, que te sorprenda un vendaval parecido a una galerna del Cantábrico, ya es para medalla. El sábado nos aventuramos a pasar el día en la playa de Orio, en Guipúzcoa, un lugar tranquilo que nos encanta y donde siempre hemos pasado buenos ratos.

Aunque siempre que buscamos mar acabamos en Ondarreta, en Donosti, optamos por ir a Orio para estar más tranquilos y aparcar con más facilidad. Era la primera vez que íbamos con nuestro hijo y descubrimos que es un sitio perfecto para bebés y niños. Al lado del aparcamiento de la playa hay un estanque con patos, ocas, pavos reales y otras aves que nos sirvió para entretener al enano mientras descargábamos todos los bártulos del coche. Además, en el jardín pegado a la playa hay un parque infantil enorme, los servicios y duchas están muy bien y los bares de la zona también (buenos y baratos)

El sábado aprendimos varias cosas: que la silleta viene a las mil maravillas para llevar todos los bolsos (por supuesto, íbamos cargados hasta las cejas) y que en la arena se lleva mejor arrastras que empujando. Esto tuvo que venir a decírnoslo un padre, porque debíamos de llevar el cartel de “primerizos” encendido. Y con respecto a la arena, otras tres más importantes: los bebés están enamorados de la arena, es un flechazo instantáneo, da igual que no se conozcan. Segunda enseñanza: todos se la comen. Creo y espero que ninguno haya muerto por ello. Da igual que le digas que no se come, cuando no miras, arena a la boca, y todos tan felices. Y tercera: el cubo, pala, rastrillo y los moldes del chino no son juguetes vintage, valen su peso en oro. ¡Nunca unos trozos de plástico dieron tanto de sí!

El cielo estaba cubierto pero no nos importó, había muy poca gente en la playa y así no tuvimos que llevar la sombrilla. Después de la arena, manchar varios pañales y quedar como un filete empanado, llegó el momento de saltar olas con la consiguiente emoción de los padres, las decenas de fotos que disparó servidora y las quejas del niño porque está fría y le pica la sal. Así estuvimos varias horas, disfrutando muchísimo de nuestro día de playa. Hasta que el padre dijo, “de aquí no nos vamos hasta que nos echen”. El comentario se cumplió, a la hora nos echaron.

Afortunadamente el vendaval (vino sin avisar, claro) nos pilló en la siesta del enano, echado en su magnífica silleta y bien resguardado con la muselina atada en los cuatro costados. El viento se llevó nuestro balón de playa a Sebastopol, volcó las sillas y los bolsos y nos dio una buena paliza de arena que picaba en las piernas. Los primeros que huyeron de la playa fueron los de casa, que ya sabían lo que se avecinaba. Nosotros quisimos aguantar pero huimos a los dos minutos, y menos mal. Allá sólo quedaron unos vecinos de toalla borrachos que repetían “déjalo que sople, déjalo que sople”. Supongo que esa será la frase que habrán puesto en sus lápidas.

Corrimos hasta el coche y allí empezó lo más divertido, vestir y limpiar a un bebé rebozado en arena y que sólo pensaba en jugar después de la siesta. Aprendimos entonces que es imposible duchar a un bebé lleno de arena con toallitas. Puedes gastar el paquete entero y sigue habiendo arena en sus partes. Así que lo hicimos a lo bruto, había que escapar de allí: con la botella de un litro de agua en el aparcamiento, resguardados del vendaval por el coche. Funcionó, lo cambiamos y gracias a una bolsa de gusanitos enorme que le duró el viaje de vuelta a casa, lo podemos contar. Lo hemos pasado con nota y creo que ya estamos preparados para un largo verano de playa.