Las greguerías de Ramón Gómez de la Serna provocan –siempre han provocado– reacciones viscerales y encontradas. Hay quien ha hablado de “pensamiento en burbujas” y las ha tildado de genialidades líricas; y hay quien, como Jorge Luis Borges, dictaminó que el escritor madrileño, una vez consolidadas como género, se liberó de la obligación de pensar. A mí, personalmente, me llamaron mucho la atención durante mi época como estudiante de bachillerato, pero no había vuelto a revisarlas desde entonces.Por azar, ha caído en mis manos el mítico volumen Flor de greguerías, que engloba lo más selecto de las que Gómez de la Serna ideó entre 1910 y 1958. Centenares de frases cortas que danzan su ballet de ingenio, poesía, filosofía, humor y cultura en una docena de palabras. Y la conclusión que he extraído de la relectura es que las greguerías más inclinadas hacia la gracieta han dejado de gustarme, en tanto que se colocan en primer plano aquellas que dibujan su orfebrería de lirismo y pensamiento: desde la reflexión sobre el paso de las horas (“El reloj es una bomba de tiempo, de más o menos tiempo”) hasta el humor amoroso (“Si una mujer te plancha la solapa con la mano ya estás perdido”); desde la filosofía floral (“En cuanto se abre la rosa comienza a dictar testamento”) hasta la evidencia anatómica (“Todos los pájaros son mancos”); desde las fórmulas conformistas (“La felicidad consiste en ser un desgraciado que se sienta feliz”) hasta el lirismo acuático (“El mar sólo ve viajar: él no ha viajado nunca”); desde la sentencia honda (“Si no fuéramos mortales no podríamos llorar”) hasta la constatación higiénica (“El agua no tiene memoria: por eso es tan limpia”); desde el magisterio aforístico (“Aburrirse es besar a la muerte”) hasta la filatelia anacrónica (“El coleccionista de sellos se cartea con el pasado”); desde la precaución emocional (“La manera de curarse el corazón es ahorrando presentimientos”) hasta los dibujos religiosos (“Unid todas las estrellas con líneas de lápiz luminoso y resultará la silueta de Dios”); desde la imposibilidad paleontológica (“El día en que se encuentre un beso fósil se sabrá si el amor existió en la época cuaternaria”) hasta el juego verbal significativo (“Exceso de fama: difamación”); desde la sentencia terrible (“La vida se paga a plazos”) hasta la exaltación cultural (“El libro es el salvavidas de la soledad”).
Ramón Gómez de la Serna –al menos, una parte de él– sobrevive bien al paso de los años. No es afirmación que se pueda predicar de todos sus detractores.