Flores naranjas

Publicado el 18 abril 2016 por Lya
La casa de mis abuelos ya no existe. Hace un par de años fue derruida y en su lugar mi tío construyó una vivienda nueva, con un gran patio que permanece sin arreglar, a la espera del preceptivo ahorro previo. Yo sigo echando de menos la vieja casa, su olor, su arquitectura casera y su distribución un poco loca. Quién nos iba a decir que la familia iba a crecer tanto, decía mi abuelo cuando nos quejábamos y preguntábamos que cómo, que por qué había hecho (la casa fue cosa suya) un comedor tan pequeño. Pues porque en aquellos tiempos no había más calefacción que la chimenea y mejor una habitación pequeña y recogida para pasar las tardes, que se calentara rápido, que un gran salón comedor que era lo que los insensibles y malcriados de sus nietos solicitábamos.
En aquel pequeño comedor pasé muchos ratos de mi infancia. Las tardes de los domingos, sobre todo. Y recuerdo por encima de todas las cosas la sensación de hogar, de entrar en una guarida, en un refugio, en la cueva de mis ancestros, de mi sangre. No os hablo de perfección, porque nada lo era. Os hablo de algo que era mío por encima de todo lo demás. Leo en estos días un libro en el que se dice que las únicas necesidades verdaderas del ser humano son tres: comida, agua y un lugar en el refugiarse. Aquel era el mío y ya no existe. 

Allí entraba tras jugar en la calle, tras dar un paseo, tras visitar a algún familiar, tras enfadarme o contentarme. Allí estaba mi abuelo, perenne, con sus cachivaches y sus revistas, imaginando, pensando, ideando. Allí me enseñó a marcar el ritmo con golpes en la mesa, como tantas veces hicieron los que nos precedieron, allí escribía para mí, para que me deleitara con su letra gótica y elaborada, y retorcía alambres hasta crear figuras de animales para regalarme, allí me enseñaba viejas fotos y me explicaba cosas de la familia. Allí no se comía ni se cenaba, sino que se almorzaba y se merendaba. Allí descubrí que no me gusta el queso. Allí estudié los test del carné de conducir y vi algunos juegos olímpicos, jugué con mis primos a las cartas y comenté películas antiguas. Aquel era mi hogar y parte de mi misma. 


Y ya no existe. Tengo siempre cerca un trozo de uno de los preciosos azulejos que rodeaban la chimenea. En ellos se dibujaba un barco velero, altivo y nada propio de estas latitudes. Que mi abuelo escogiera aquel dibujo da buena cuenta de su carácter y de su modo tan particular de ver la vida. 
En fin. Hoy he vuelto a lo que era la casa. No suelo ir mucho porque, como podéis leer, no es sencillo para mí. Pero hoy he entrado al patio en el que también pasé tantos ratos. Y me he sorprendido al ver una planta, de grandes flores naranjas, que ha nacido, nadie sabe por qué ni cómo, por allí, pegada a una pared. En una caléndula (creo) preciosa que, calculando, está en la mitad de lo que fue la casa de mis abuelos. 


Y yo, que estoy muy ñoña, me lo he tomado como una (especie de) señal. ¿La vida sigue? ¿Incluso en la pérdida hay ganancias? ¿Mi abuelo me manda algo bonito para alegrarme? ¿O es que quiere que vote a Ciudadanos?
Ay, no sé, pero he sonreído, he cortado una margarita y me la he puesto en el pelo. Ahora tengo un motivo para ir. Ver cómo va la planta y coger sus semillas para sembrarla en otros lugares. Para que esa alegría perdure y así, tenerla, tenerlos, siempre cerca.