Flujo de pensamientos y casualidades

Publicado el 21 enero 2024 por Molinos @molinos1282
Según terminé de escribir la semana pasada, me saltó un episodio con el título How to discover your own taste, una de las casualidades que me llevaron a acordarme de El cuaderno rojo, de Paul Auster. Recuerdo perfectamente que lo terminé una de mis últimas tardes de parque. Estaba sentada en un banco, llegué al final y sin pensarlo volví al principio para leerlo de nuevo. Me había fascinado esa serie de concatenaciones vitales que Auster recuperaba, suyas y de conocidos o amigos, escuchadas también por casualidad. Hay mucha gente que no cree en las casualidades porque considera que cuando ocurren, cuando tú ves ese hilo invisible que ha unido y conectado hechos, situaciones y personas, sencillamente lo estás forzando para darle algún tipo de sentido. Otros no creen en las casualidades porque son incapaces de prestar atención a los detalles de sus vidas, o no tienen memoria para recordar hechos, sensaciones o situaciones del pasado y pierden así la posibilidad de establecer cualquier vínculo. Veo La sociedad de la nieve y a los dos días, sin que tocara y sin razón aparente, escucho un episodio del podcast Search Engine que responde a la pregunta ¿Por qué no comemos carne humana? Al día siguiente continúo viendo Doctor en Alaska, la sexta temporada, y llego, también por casualidad, a un episodio en el que Ruth Ann descubre que a su abuelo se lo comió el abuelo de Holly en medio de un temporal en 1897. Aún hay más, escucho Andes. 72 noches en la montaña, un podcast sobre el accidente del avión uruguayo y ahí descubro que el colegio de los muchachos se llama Stella Maris, como el grupo de las niñas de La Mesías, que, por cierto, no me gustó. Me aburro con Los Javis: no digo que no sean brillantes, pero son tan conscientes de su talento y hacen tanto alarde que me cargan. Es como ver un pavo real: la primera vez dices «oh, un pavo real, qué espectacular»; la segunda «anda mira, a ver si abre la cola»; la tercera «anda... otra vez»; pero cuando te das cuenta de que el pavo lo que quiere es barrerte la cara con la cola «mira qué guapo soy, mira qué chulo soy, mira cómo molo», te das la vuelta y te vas o piensas en cómo quedaría relleno de frutos secos, carne picada, pasas, orejones y un puré de manzana de acompañamiento. Las casualidades no acaban ahí: comparto con mi amiga Kar una foto de los libros que me han traído los Reyes y me contesta: «Oh, a mí también me han regalado Cantos de sirena, de Chairman Clift». En Doctor en Alaska celebran la llegada del invierno, Maggie prepara su casa para cobijarse en lo más crudo del frío y todos se felicitan cuando empieza a nevar diciendo «Bon hiver». Hace viento en Madrid, me gusta el viento. 

“There is nothing as exciting as the wind. New love— and the wind. But the wind has always been there. Even before you knew of love, you knew of the wind. The wind could excite you as a child, and it still can, and will”. (Winter, Rick Bass)

Camino por la calle y de refilón leo en un escaparate «Diseño de sonrisa». Me parece aterrador. ¿En qué momento de tu vida y por qué decides que no te gusta tu sonrisa y quieres que te diseñen otra? ¿Alguien de tu entorno viene y te comenta como de pasada «tienes una sonrisa espantosa» o «mejor no sonrías que das miedo»? Para solucionar eso preferiría ver en un escaparate «te diseñamos nuevas amistades». 

«Ella ha ido dos veces sin escolta. La gente de palacio...». Contengo las ganas de girarme para ver la pinta de la señora que está diciendo esto por la calle Goya. Veo Saltburn, me duermo veinte minutos y cuando despierto no me hace falta ir para atrás para ver lo que ha pasado. Ya conozco esta historia, ya sé que va a pasar, me da muchísima pereza. ¿Es que nadie ha visto que es Ripley en Retorno a Brideshead? «Uy, mira, vamos a coger esas historias “que ya nadie recuerda” y le damos un toquecito cuqui y moderno y nos hacemos los transgresores». Me aburrí muchísimo, todo es vacuo, vacío, efectista y en el minuto 10 dije «lo del padre es mentira». Aún así, esta vida de ricos absurdos me llevó a una historia de mi infancia, cuando yo tenía doce o trece años, mi mejor amiga del colegio se llamaba Cristina y tenía un apellido importante, de esos que llevan un «de» en medio, porque son de alguna parte, tienen «raíces». Las suyas estaban en Asturias. Éramos muy amigas y ella era encantadora. Vivía, además, enfrente del colegio, algo que a mí me parecía mucho más envidiable que todo el dinero que tenía su familia. Algunas tardes íbamos a su casa a estudiar. Por aquel entonces tenía una habitación decorada por un profesional, con una cama-cama (yo dormía en litera, dormí en litera hasta el día antes de casarme con 28 años), tenía tocador, mesa de estudio, de todo y una foto enmarcada de un caballo. «Qué bonito», dije la primera vez que la vi antes de percatarme de que aquello era un semental y la increíble tranca del animal, algo que no he olvidado jamás. Íbamos allí muchas tardes, tenían una criada filipina que nos preguntaba qué queríamos merendar y nos lo traía en una bandeja. A mí todo aquello me parecía excéntrico, pero pensaba que todo era una especie de performance y que, en algún momento, serían una familia normal. Cuando me invitó a pasar un fin de semana, a quedarme a dormir, descubrí que eso no pasaba, que esa vida con rituales, gestos y convenciones sociales eran su rutina habitual. El viernes por la noche nos sentamos a cenar en el salón. Su padre, su madre, su hermano R, su hermano P (que por aquel entonces debía tener 16 o 17 años y a mí me parecía el hombre más atractivo del mundo) y nosotras dos. Una mesa espectacular, todo muy ceremonioso pero que creí manejable, hasta que se abrió la puerta de la cocina y la chica filipila entró, vestida con cofia y guantes, a servirnos la cena. Se acercó a mi, por mi izquierda, a ofrecerme sopa de tortuga. Yo no sabía cómo había que servirse, cómo evitar tirarme todo por encima. La cena entera fue una agonía. Si servirme sopa me había parecido difícil, el segundo plato, que no recuerdo, era de los que había que pinzar con doble cubierto. Ellos charlaban,reían y comentaban sin inmutarse siguiendo una coreografía que claramente tenían interiorizada. Aquella era su vida real. Al día siguiente fuimos a su club y el domingo a casa de su abuelo que, entre otros lujos hasta entonces desconocidos para mí, tenía un pabellón de caza con una muestra de todos los animales disecados que había matado en sus muchos años como cazador. Recuerdo especialmente un oso grizzly erguido que medía unos tres metros. Jamás he olvidado aquel fin de semana por las ganas que tenía de que terminara y volver a una vida normal en la que cenábamos en la cocina, la fuente se ponía en el centro de la mesa y no había osos en casa de mis abuelos. Voy al cine a ver Los que se quedan, que me gusta, sin más. Es entretenida, mona, a medio camino entre El club de los poetas muertos, El club de los cinco y Criadas y señoras. Me paso toda la película añorando vivir en un sitio en el que la nieve caiga y aguante un mes. Un sitio donde pueda decir «Bon hiver». Me he dado cuenta de que cuando estoy tumbada boca arriba cruzo siempre el pie derecho por encima del izquierdo. ¿Cuánto tiempo llevo haciendo esto? Si lo hago al revés estoy incómoda, pero me fuerzo a hacerlo para no tener manías absurdas. Me cuesta, tengo que concentrarme porque si no, en cualquier momento, cuando me despisto, mi cuerpo dice «eh, ya está distraída, volvamos a la posición que nos gusta». Cada vez veo más mujeres con uñas en punta. La última, el otro día, en una tienda a la que fui a recoger un paquete. Me dan miedo esas uñas, un miedo parecido al que me daba  Diana, la mala de V. Es casi físico el miedo que me da enfrentarme a algo que no comprendo y que parece que puede hacerme daño.

"I think a lot about the difference between what in my head is the push internet and the pull internet... the internet where things are pushed at you and the internet where you have to do some work...you have to pull it towards you". Ezra Klein

En el episodio sobre cómo construímos nuestro gusto, dice Ezra Klein que él cree que hay dos clases de internet, el pull y el push, que podríamos traducir como el de emp y el de est. (Esto, claro, me lleva a mi tebeo favorito de Mortadelo y Filemón, en el que los dos agentes de la TIA tienen que ir a buscar las joyas de la corona que alguien ha robado. Siguen la pista de las joyas hasta un ladrón que las ha colocado en unos enanitos de escayola, de esos de jardín, que ha vendido en distintas regiones de Alemania. Uno de esos enanitos está en la región de los avaros, que no recuerdo ahora mismo cuál es. Llegan a la estación de tren, piden dos billetes y les pregunta el taquillero: «¿Cuál quieren? ¿Est o emp?». Eligen est pensando que serán «estupendos», pero pronto descubren que lo que han comprado es «estirar». Tiran con fuerza de una cuerda para mover al tren mientras se lamentan de no haber comprado emp sin saber que en la parte final del tren otros pasajeros están empujando el convoy). Volviendo a Klein, me gustó su reflexión: te puedes enfrentar a internet, y a casi todo, limitándote a ver lo que te ofrece, lo que te muestra; o puedes usarlo para buscar lo que te interesa, lo que te provoca curiosidad. 

Las casualidades son una mezcla de push y pull: Push porque la vida te pasa aunque tú no quieras y pull si haces el esfuerzo de encontrarlas.