Mediada la visita de planta, una mañana cualquiera, salía yo de la habitación de un pobre diablo cuyo tumor galopaba a pesar de la quimioterapia y otras putadas. Su esposa aguardaba en el pasillo y me espetó: "Ay, doctor, ¡este se me queda como un pollo!" Son de esos comentarios que convierten lo cotidiano en un club de la comedia. Así que iba yo de lo más risueño a ver al último ingresado, un paisano que guardaba cama en una planta ajena. De hecho, iba cantando una del Más Grande Cantante Folk de la Historia de España: Manolo Escobar.
Aunque abundan los esnobs que me afean esta querencia musical (una patulea de ignorantes que se emboban con cualquier mindundi británico sin entenderle ni papa), iba yo cantando: "Almeríiia, un inmenso coral es tu hermosa bahíaaaaa... Tu alcazaba de lú y tu embruho andalúuuuuuu, Reina Mora eres tú para los españoooles". Cantando repasaba la historia clínica, en la sala de médicos, y en ésas otra doctora perimenopáusica exhibió su desagrado con aspavientos. Yo no sería el pequeño ruiseñor (sin duda me sobraban años y kilos), pero juro que lo hacía bajito y no del todo mal, así que pensé que la muchacha bromeaba. También en broma, le dije que tal vez prefiriese escuchar otra, e inmediatamente empecé a cantar: "Qué dira, la gente, qué dirá, si nos ve bailando, qué dirá... Zumba, zumba, zúmbale, toca la guitarra que yo cantaréeeee..."
No, hijo, no; la perimenopáusica no bromeaba. Se puso de un color alarmante, los brazos se le agitaban descontrolados y unos inoportunos espumarajos le impedían articular "¡por Dios!" como es debido. No sé. Quizá debí examinar la posibilidad de un ictus o incluso cantarle otra del Más Grande Cantante Melódico de la Historia de Europa (Raphael). Lo cierto es que hui cobarde y precipitadamente de la estancia, sin perder el buen humor, pero sin cantar.
Esa tarde salí con mi jefe a montar en bicicleta. (Para acallar al guasón que nunca falta, especificaré que no salíamos en tándem, sino con una bici cada uno.) Él se mantenía cachas por la coño bicicleta y sabía un montón de la fisiología del ciclismo y consiguió aficionarme a esa manera inteligentísima de curarse en salud -si no te derriba un coche- y a la vez degustar el paisaje con mayor intensidad. Al principio, la lengua se hace Sahara y el periné aúlla dolores y quebrantos, pero enseguida le coges el tranquillo y constatas que los prados son más verdes, la brisa más brisa.
Mi jefe daba zapatilla, ya lo creo, pero esa tarde iba yo delante. Era una tarde extremadamente calurosa y sucede que yo aguanto mucho el calor. (Lástima que a veces me derrumbe la sed. Seguramente tengo averiado el mecanismo, porque no la siento hasta que pintan bastos. Cuando la noto, arrímenme pronto líquido al morro, si quieren ahorrarse el follón del forense. Entonces me lanzo a abrevar sin conocimiento, hasta reventar, y la madre de mis hijos lo define seca y certeramente: tonto de los cojones.)
Esa tarde iba yo en cabeza, rumiando cosas del trabajo y moviendo un plato como una paella y mi jefe ¡no venía detrás! Contra toda costumbre, tuve que retroceder casi 2 kilómetros para encontrarlo. Estaba tirado en la cuneta, diciendo: "No refrigero, no refrigero". Tenía una pinta acojonante. Le acerqué a la sombra, le despojé de un maillot innecesariamente abrigoso, se bebió todo mi bidoncillo de agua y se curó sin necesidad de operación. ¿Se acuerdan de Ben-Hur, camino de galeras, cuando le da agua un transeúnte barbudo que resulta ser Jesucristo? Pues igual. Enseguida empezó a refrigerar y regresamos despacio, bajo un calor infernal, él delante y yo vigilando que no le diera otra panfurria. Nunca he sentido las piernas más fuertes ni el pulso más vivaz, salvo quizás al día siguiente: sucedió algo que clama por otro capítulo.