Fortis imaginatio

Publicado el 13 febrero 2018 por Angeles

Desde pequeña he creído que algunos objetos tienen conciencia. Y que cuantos más vínculos existan entre un objeto y una persona, más intensa será esa conciencia.

Esta idea provenía de las creencias y las narraciones que mi abuelo había conocido en sus viajes por África. Yo le pedía con frecuencia que me hablara de ellas, y recuerdo que mientras me las contaba yo me cogía de su mano con fuerza, porque aquellas historias me asustaban tanto como me atraían. Y por eso, cuando mi abuelo veía que las emociones que me causaban sus relatos no me dejarían dormir esa noche, sacaba del bolsillo su reloj de leontina, fingía que se le hacía tarde para algo, y ponía fin a su narración.

Más tarde, siendo adolescente, mi mente rechazó esas creencias. Yo había entrado en esa etapa petulante en la que nos sentimos por encima de todo, convencidos de que ya tenemos una visión del mundo completa y cierta, y de que nadie sabe más que nosotros.

Sin embargo mi corazón seguía creyendo, así que cuando cumplí unos años más y recuperé la forma de mirar de la infancia, que es libre y aventurera, volví a interesarme por aquellas ideas.

En un par de ocasiones incluso planteé esta cuestión en el club de debate de la universidad. Hablé de los pueblos africanos que otorgan alma a todo lo que para nosotros es inanimado, y que creen que todo está vivo y posee inteligencia. Pero mis compañeros se refirieron con arrogancia a esas creencias y rebatieron mis palabras con tono indulgente.

No me importaba mucho que se riesen de mí, pero me molestaba que se burlasen de tradiciones ancestrales, que manifestaran tal desprecio por todo lo que no encajara en los parámetros de su ciencia occidental, fatua y arrogante como un adolescente.

Pocos días después de uno de aquellos debates ocurrió algo que me reafirmó en mis ideas y me demostró que no siempre los más ilustrados son los más clarividentes.

Tomé un tren a Oxford para asistir a una serie de conferencias que iba a impartir un discípulo de mi abuelo al que yo tenía gran aprecio: las charlas que durante años compartieron mi abuelo y él en el salón de nuestra casa abrieron mis ojos de niña a la ciencia y despertaron en mí la pasión por el conocimiento.

En mi compartimento viajaban otras cuatro personas, lo cual, al principio, me incomodó mucho. Cuando viajo en tren me acurruco en mi asiento, que estará junto a la ventanilla o junto a la puerta, nunca en medio, y me escondo detrás de un libro. Leer me resulta difícil en esos casos, pues la tónica general de los viajes suele ser la cháchara constante e insustancial de los viajeros. Pero, aunque no consiga leer ni una página, finjo estar concentrada en la lectura para evitar que se me incluya en la charla.

Sin embargo, en esta ocasión todo fue distinto, porque al poco de iniciado el viaje comprendí que aquellos pasajeros no eran de los que hablan sólo para matar el tiempo. Su conversación tenía cierta profundidad filosófica, y, sin ser unos eruditos, planteaban cuestiones y puntos de vista muy interesantes.

Sin darme cuenta, me encontré prestando toda mi atención a la charla, que, no recuerdo cómo, acabó derivando en el tema que a mí tanto me interesaba.

Uno de los pasajeros, un hombre que fumaba en pipa, dijo que él estaba seguro de que los objetos que han sido importantes para una persona tienen alma, y que esa alma se la otorga precisamente el amor que la persona depositó en ellos.

-¿Quiere usted decir que el apego hace que surja un alma en las cosas? -preguntó otro de los viajeros, un hombre que llevaba una gorra escocesa.

-Sí, señor, eso es exactamente lo que digo.

-Entonces -volvió a preguntar el anterior con sorna -¿significa eso que mi gorra, por ejemplo, tiene alma, que es consciente de cuánto la quiero?

-En efecto, caballero. Según esta teoría, su gorra, o mi pipa, que me acompaña desde hace años, habrán adquirido con el tiempo una especie de conciencia; es decir, habrán dejado de ser meros objetos inanimados. Ahora, por influjo de nuestro aprecio por ellos, estos objetos saben, por así decir, que existen. Y esa conciencia es una parte de nosotros mismos, puesto que ha sido creada por nuestra preferencia hacia el objeto.

Además de estos dos hombres, en el compartimento viajaba también un matrimonio. Tanto el hombre como la mujer vestían de negro, tenían el semblante triste y habían estado todo el tiempo en silencio y, al parecer, ajenos a la conversación.

Pero entonces la mujer levantó el rostro y miró al hombre de la gorra:

-Disculpe, señor, pero yo creo que este caballero tiene razón.

-Me gustaría mucho escuchar su parecer, señora -dijo el hombre con cortesía.

-Hace unos meses -empezó la mujer- perdimos a nuestra nieta, una niña de seis años. No hará falta que les diga que su muerte nos causó un dolor insuperable, eterno. Pero dentro de ese dolor, hay algo que a mí me trae un poco de consuelo, una leve sensación de alivio que hace soportable la vida después de la tragedia. [...]


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