El museo Foundling de Londres es uno de los más raros, por eclécticos, que conozco: reúne un orfanato, una galería de arte y una sala dedicada al músico Georg Händel -la más importante del mundo por la cantidad y calidad de los objetos personales del compositor conservados-. Al Foundling, en Bloomsbury, se llega tras cruzar los jardines de la plaza Brunswick, un despejado rectángulo de césped, apuñalado por varios plátanos centenarios, cuyas ramas despliegan un multitudinario dosel sobre la hierba: son tan grandes que casi rebasan la verja del parque. Aquí se construyó en 1741 el Foundling Hospital, 'el hospital de los niños expósitos' (por una vez, me gusta más el nombre en castellano que el más sintético en inglés), que sirvió como refugio para los niños abandonados o no deseados de Londres, y de otras partes del Reino, hasta 1926, en que cerró sus puertas y fue demolido. Lo promovió un capitán de navío y filántropo inglés, Thomas Coram, cuya estatua sedente flanquea hoy la entrada al museo. Coram estaba consternado por el número de criaturas que vagaban por Londres sin padres ni amparo, mendicantes y hambrientas, o borrachas. La razón no era otra que el consumo disparatado de ginebra. En 1690, el rey Guillermo III había disuelto el monopolio de su destilación, y eso condujo, en un país siempre ávido de alcohol, y entre las capas de la población más necesitadas de medios de subsistencia, a que se disparase la destilación privada. En 1734, había ya más de cinco millones de destilerías caseras en el Reino Unido; en Westminster, de 17.000 casas, 2.100 se dedicaban a expender ginebra, la mayoría sin demasiados escrúpulos por la salubridad del producto, que se adulteraba con aceite de vitriolo o trementina. El resultado de esta situación fue un delirio colectivo, a mediados del siglo XVIII -el de las Luces, que en Inglaterra fue más bien el de las oscuridades etílicas-, en el que los más pobres vivían en una borrachera continua: los cronistas de la época refieren que un cuarto de la población londinense estaba siempre completamente ebria. Pero no solo eso: la gin craze, 'la locura de la ginebra', mató a 10.000 londinenses entre 1749 y 1751. Los huérfanos de estas gentes, y muchos hijos a quienes sus padres no podían mantener, por los estragos del alcohol, alimentaban las calles. Ellos fueron los beneficiarios de la iniciativa de Coram. Y, si empezaron siendo pocos, con el éxito del hospicio su número no dejó de crecer, hasta que, en pocos años, amenazó con colapsarlo. El hospital, que se demostró benefactor y eficaz, ya no solo acogía a niños víctimas de la gin craze, sino también a muchos otros, fruto de la pobreza o de embarazos no deseados, que abundaban en aquellos tiempos turbulentos, y que podían conducir a un ostracismo social aún peor que el que deparaba la miseria. Por ello se hizo necesario establecer unas normas muy estrictas de acceso. Todavía se conserva una carta de Charles Dickens -siempre sensible a las desdichas de los niños, por las muchas que él mismo había padecido- en la que aboga por que se acoja al hijo de una tal Susan Mayue; pero, pese a ser Dickens, no surtió efecto. En la planta baja del museo (un edificio construido entre 1935 y 1937, que reproduce fielmente la estructura y las dependencias del antiguo orfanato) se encuentran las colecciones que explican las actividades del hospicio: camas, uniformes -de reconocible aire militar-, fotografías, cartas, utensilios de la vida cotidiana y, lo más emocionante, una amplísima muestra de tokens, las prendas que las madres (porque casi siempre eran las madres las que llevaban a sus hijos al Foundling: quienes las habían preñado estaban desaparecidos o beodos) dejaban a sus hijos para que pudieran reconocerlos en el futuro: botones, cadenitas, monedas, dedales, cruces, imágenes religiosas. Todo lo imaginable servía para que madre e hijo siguieran enlazados, sin vulnerar el anonimato de su entrega a la inclusa. Y conmueve pensar que aquellas criaturas llevarían consigo, hasta el final de sus días, aquellos amuletos de alguien a quien no conocían, o conocían apenas, mientras que sus madres recordarían siempre aquellas prendas, con la esperanza de que fuesen el eslabón que permitiera unirlos de nuevo antes de morir. La gran mayoría, sin embargo, no volvía a encontrarse nunca. Pero el Foundling, además de su labor de caridad, se convirtió pronto en una galería de arte, de hecho, en la primera galería de arte pública del mundo. La razón de esta insólita transformación fue que uno de sus primeros governors o directores fue otro filántropo, el pintor satírico William Hogarth, que enriqueció a la institución con sus cuadros y otros de su colección privada o que consiguió que se donaran. Hogarth, de hecho, pintó una tragicómica Gin Lane, 'el callejón de la ginebra', en 1751, que describe el terrible estado de las calles de Londres en aquellos años, con mujeres ajumadas a las que se les caen los niños de los pechos, bebedores cadavéricos aferrados a una garrafa de licor, gente que comparte huesos con los perros, todo ello en medio de un pandemonio general de peleas y desvanecimientos. En las dos plantas superiores del museo, donde hay poco público, vemos otras obras de Hogarth, como la célebre March of the Guards to Finchley, de 1750, que el artista ofreció al rey Jorge II, pero que este declinó, ofendido: el cuadro era demasiado grosero para sus augustos ojos. Gracias a este rechazo real, lo disfruta hoy el Foundling. También admiramos pinturas de Joshua Reynolds, Thomas Gainsborough y John Hazzlitt, entre otros, junto a un espléndido reloj de mesa fabricado, hacia 1850, por el militar exiliado en Londres y relojero José Rodríguez Losada, que luego fabricaría también el que preside la Puerta del Sol madrileña, y con cuyas campanadas nos tomamos cada año las uvas los españoles. El reloj que hoy veoaquí sigue funcionando: su robusto tictac demuestra que se le da cuerda cada semana desde mediados del siglo XIX, al igual que el césped de los colleges de Oxford se corta cada jueves desde hace 800 años. En una sala de transición lucen dos enormes óleos sobre la batalla de Trafalgar, inevitablemente, y sobre el sitio de Gibraltar en 1782. La tarjetita informativa del primero, de W. E. D. Stuart, no es demasiado afortunada: dice que en el cuadro se ven los barcos españoles Santissima y Trinidad, pero ni se ven, ni hubo dos barcos así llamados: solo uno, cuyo nombre era Santísima Trinidad. El segundo, de John Singleton Copley, relata la fatídica -para los españoles; para los británicos fue benemérita- explosión de las baterías flotantes que los sitiadores habían dispuesto frente al Peñón para vencer la resistencia inglesa. Las baterías -fruto del arbitrismo de algún cráneo privilegiado, como tantas otras catástrofes de la historia de España- resultaron un fiasco: una de ellas explotó, y luego dos más; el fuego de las explosiones se transmitió a otras, y, a las que no, el almirante al mando ordenó quemarlas para que no cayeran en manos del enemigo. Las víctimas del desastre fueron tantas -se calcula que hubo 2.000 muertos, entre ellos José Cadalso, el autor de las Cartas marruecas- que hasta los ingleses enviaron barcazas para recoger a los náufragos. Una de las salas más interesantes del museo Foundling es la Court Room, cuyo estilo rococó reproduce el que adornaba la sala original de 1745, y que se explica por la necesidad de disponer de un espacio que impresionara a los posibles donantes y benefactores del hospital. Una alfombra gruesa y policroma; la chimenea de mármol; el trabajado techo de yeso; las paredes, de un verde intenso, en el que cuelgan medallones con imágenes de los principales hospitales londinenses de la época y pinturas con escenas de la Biblia que tienen relación con las madres y los hijos; y los bustos, también en mármol, de los emperadores Caracalla y Marco Antonio (¿por qué ellos?), componen un espacio, en efecto, impresionante. A un lado, la vigilante, joven y sentada, se entretiene leyendo unos apuntes: debe de tener exámenes pronto. En la sala no hay nadie más que ella y yo. Me llama la atención un ejemplar de Oliver Twist en el alféizar de una ventana. Subimos por unas escaleras de roble al segundo piso: son las originales del orfanato del siglo XVIII, por cuyos pasamanos se deslizaban los niños para ir de una planta a otra, hasta que uno se mató al hacerlo. Los responsables del hospicio decidieron entonces tomar una medida drástica para evitar que se siguieran utilizando como toboganes: instalaron unos pinchos mortíferos. Demostraron tanta sutileza como aquellos mandos del cuartel en el que hice la mili, que respondieron a un intento de suicidio encerrando en el calabozo al frustrado suicida: nada hay mejor para curar una depresión que pasar una temporada entre rejas. La información que aporta el museo no dice si los pinchos evitaron más caídas de los hospicianos o bien rebanaron a alguno. En el segundo y último piso del Foundling se encuentra la colección Gerald Coke, la mayor colección privada del mundo de recuerdos de Händel. El músico alemán fue también director y benefactor del hospital. Desde 1749 organizó conciertos en su sede para recabar fondos, en alguno de los cuales interpretó El Mesías, una copia restaurada del cual se encuentra en la sala que le está dedicada, así como su testamento y numerosos objetos personales. Händel también compuso el himno de la institución. Mientras lo miro todo, una señora muy mayor está sentada en un sillón, escuchando música del compositor: hay cuatro butacas, cada una con un sistema de reproducción individual de sus diferentes obras. No podría decir si la anciana está en éxtasis o dormida: entrecierra los ojos con ese placer que uno no sabe muy bien si es estético o soporoso. En cualquier caso, su figura derramada, las notas de la Oda para el día de Santa Cecilia y la persistente soledad del lugar me transmiten mucha paz, parecida, quizá, a la que debían sentir aquellos niños recogidos aquí, hace tantos años.
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