Volver demasiado al pasado en busca de esos momentos que recordamos tan buenos o tan malos y que, en realidad, quizá nunca lo fueron tanto, no resulta una práctica demasiado sana si lo que queremos es avanzar en la vida. El pasado nos ha resultado un instrumento imprescindible para traernos hasta donde estamos ahora, pero nada tiene que ver ya con nuestro presente. Recrearse en la supuesta dicha o el supuesto dolor pasados es la mejor estrategia para perdernos el presente, que es en verdad, la única realidad que tenemos.En la época navideña, muchas personas caen en estas trampas que les tiende la memoria y acaban sufriendo lo indecible por las ausencias de aquellos que tanto espacio llenaron en sus vidas. Espacios que ahora les parecen huecos, planeando sobre ellos marañas de recuerdos distorsionados, de lágrimas no lloradas en su momento o de palabras silenciadas por el pudor, por el orgullo o por el resentimiento. Las personas, tantas veces, somos tan condenadamente absurdas… Nos empeñamos en hacernos las duras, en marcar demasiado nuestro terreno, en no bajarnos del burro de nuestra tozudez y en decir justamente lo contrario de lo que sentimos en un intento muy desafortunado de ocultar nuestra propia debilidad. Porque, en el fondo, todos somos demasiado frágiles, demasiado etéreos. Cualquier adversidad, cualquier accidente inesperado, cualquier caída fortuita o cualquier emoción un poco más fuerte de lo normal, podría acabar volatilizándonos para siempre. Igual que hasta la roca más dura, a base de aguantar las inclemencias del tiempo y de sufrir la erosión del agua y de otras fuerzas de la naturaleza, puede acabar desintegrándose y formando parte de la arena de una playa, las personas también podemos rompernos. A veces de un solo golpe, otras veces un poco cada día durante años.
Estrella PisaPsicóloga col. 13749