Fragmento del proyecto Swank (novela).

Publicado el 30 noviembre 2010 por Dcarril

La civilización moderna nos privó del goce de expirar despacio. El arte de expirar despacio se ha perdido. Aquellos melancólicos crepúsculos en los que el viejo enciende su última pipa, antes de dar el abrazo definitivo a su mujer, no podrán ser repetidos en nuestras contemporáneas pantallas de plasma, frías y funcionales. Todo esto tiene que ver con la maldad aviónica de la que hablaba antes, pues también esta maldad nos priva de lo mismo, del arte de la expiración, de la inteligencia en comprender desde un horizonte especial todos los días de nuestra vida. Eso que Kierkegaard llamaba instante, que es la recapitulación de lo eterno en el último vórtice del tiempo, ha quedado ya para siempre oculto para nuestras futuras generaciones- todo por culpa de la filosofía aviónica y su civilización correspondiente-.
Tampoco es lo mismo la locura. La locura de un Van Gogh es una locura de tranquilidad y pipa; la del poeta contemporáneo es la de la píldora y el cigarrillo. No me gusta ese frenético impulso que anima las palabras de los modernos, pareciera que se hallan en constante agitación. Como si las alas aviónicas no solo surcaran los cielos, sino también los labios de los poetas, cada día asistimos a una desfiguración del verbo a manos de la velocidad. Veo pájaros ahogados en un cigarrillo- decía un poeta amigo mío- y es que los poetas no son sino pájaros ahogados en el humo veloz del cigarrillo. Algo propio del malestar, desde luego, que incita siempre a desviar la atención al instante futuro, al instante aún no decidido. Se ve ahora que mi labor mesiánica no es solo un asunto de ética, sino de percepción y conceptualización del tiempo, o, si se quiere, de aprehensión- que dirían los filósofos- de un tiempo nuevo.
Porque yo utilizo el instante previo al malestar como interrogación radical sobre lo que ya damos siempre por supuesto. No es una labor nueva, de hecho, es la tarea principal de los filósofos. Solo que los filósofos se quedan en palabras. Yo doto a la mente humana contemporánea de una convicción, de un contenido, de un mensaje específico, de aquella metafísica o cosmovisión propia de los filósofos antiguos en la que cada elemento del universo tenía su sentido, origen y definición. Esta mente humana contemporánea, esa pizarra sin contenido que simplemente flota en el éter del devenir, toma de pronto un rumbo, una misión, una palabra, y se hace a sí misma luz en medio de una bruma y oscuridad total. La filosofía aviónica, que pretende acumular y consumir tiempo, queda pues sustituida por mi propia filosofía, que es la de aprehender el mismo tiempo, la de quedarse en el tiempo y construir con él algo de utilidad.
Consumición es aniquilación. El avión no hace otra cosa al extender sus alas y aniquilar el espacio celestial. Lo aniquila con la violación del tiempo, pero también con la violación del espacio e incluso del sonido, y, esto no hay que olvidarlo, con el rapto temporal del pasajero. ¿Pero de veras es temporal? ¡Oh, no, he aquí lo grave! Desde el instante en el que el pasajero se introduce en el avión, sus manos quedan presas, sus pies no le sirven de nada, solamente su voz, para poder gritar en caso de catástrofe, tiene alguna libertad. Esto es un rapto de la acción humana, que sin disposición de sus extremidades nada es, y no solo un rapto temporal, pues este rapto se convierte en eterno cuando ocurre la catástrofe. Allí quedaron prensados los restos de lo humano posible, en mitad de un amasijo de hierros procedentes del infierno, en el vientre demoníaco de un ave artificial.
¿Qué recupero, yo, con mi filosofía? Precisamente la libertad, que no renuncia siquiera temporalmente a sus extremidades- y menos aún cuando esa temporalidad está sujeta a la siempre viva posibilidad de convertirse en algo definitivo, en un rapto absoluto- y una libertad que no es sino la capacidad de poseer algo más que mera información: me refiero a dogmas, pensamientos, acciones, ideas...La libertad no consiste pues en elegir, sino en poder desarrollarse espiritualmente, fin para lo cual el medio ideológico es el mejor. No, la idea no es el fin, la idea es el medio, el medio, en fin, para la libertad. Frente al Rapto Absoluto mi filosofía propone la Libertad Absoluta. Frente a la Aniquilación Temporal, el Goce de la Temporalidad en el instante de lo Eterno.
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Molton y su nueva iglesia pelícana. Estas fueron las primeras palabras que me vinieron a la mente tras recostarme unos diez minutos sobre mi sofá. Tenía muy claro cuales eran las claves de este dilema: Quien fuera capaz de demostrar primero la ausencia de fundamento de las cosas, ganaría la batalla. Quien pudiera poner sobre la mesa las cartas del malestar-oh, palabra esencial de nuestro tiempo- ganaría. Era muy sencillo, y Molton había comprendido todos mis trucos de magia: se pone en claro la ausencia de un sentido que se supone dado, y a partir de ahí cualquier cosa puede ser puesta en cuestión. Porque en efecto no hay sentido dado, y eso es lo que el mago ilumina sobre el espectador, a fin de que una vez se vislumbre esta terrible verdad metafísica, también las demás verdades, como piezas de dominó, caigan haciendo mucho ruido sobre la mesa.
Me ducho, me visto. De nuevo ese olor, ese profundo olor cavernario sobre mis hombros, logra que mi alma caiga de su campanario hasta los pies. Medito. ¿Debería reconciliarme con este olor? Es evidente que si lograra dominarlo, podría incluso venderlo más tarde. Al menos esa era la lógica. En cualquier caso, siempre existía la posibilidad de recurrir al maravilloso aroma de Elisa, este sí, magnífico sin lugar a dudas. Pero comprendía que del “magnífico sin lugar a dudas” al “olor cavernario” de mi propio olor, mediaba un abismo. Quizás debido a ese abismo no serviría únicamente empaparme de licor eliseano, pues mi propio olor era ciertamente tan nauseabundo como intenso, y desde su exhuberancia indiscreta parecía retar a todo posible aroma a una lucha extenuante. No, no me podía caer, ahora no. Instintivamente fui a ver a Elisa. Su fragancia era tan hermosa que me quedé un rato a su lado; los gusanos ciertamente habían desaparecido de allí. Pero esto no es todo; tras observar un cierto picor en mi espalda, descubrí allí lo que parecían ser huevas de gusano. ¿Así que de esto se trataba? ¿Habían mudado esos monstruos a mi propio cuerpo? Oh no, no, nada de esto era bueno, me sentí víctima e inocente, pequeña diana agujereada por todo tipo de temores y de vidas ajenas...me duché de nuevo, en actitud desesperada, cuando pareció que aquel olor me había dado un respiro. Pero cuando miré hacia la habitación, no estaba Elisa.
Corrí por toda la casa y finalmente la encontré en el vestíbulo; ¿Qué demonios hacía allí? Algo me afectó...Una sombra, una especie de sombra penetraba por una pequeña ventana que yo utilizaba en otro tiempo para observar el sexo de la vecina. Esa sombra, desplegada hasta mis narices, llevaba consigo una extraña fragancia...el malestar. Oh, sí, todo esto era perfectamente absurdo, mucho más absurdo que la falta de sentido que insufla el mundo. Esta verdad, a la cual no solo no había prestado oído nunca, sino que era para mí perfectamente ajena, vestía su propio olor, su propia esencia, algo así como una mezcla de trufas, nueces y excremento animal. ¿Debía reconciliarme? ¡Reconciliarme! ¡Qué perfecta estupidez! No, aquí había algo más grave, resultaba de hecho que yo había sido más papista que el Papa, y que, pretendiendo hacer de juez lógico al desvelar la falta de consistencia de este mundo, había de hecho puesto pies en la locura más enervante y desquiciada, la locura de la lógica absolutamente pura.
Bien, verdad temible, a la que sin embargo un instinto aún más temible, procedente de mis vísceras, no iba a dar crédito. No porque no estuviese de acuerdo, faltaría más, sino porque en ocasiones las leyes más inflexibles y férreas no ceden al débil tribunal de las palabras, sino que ellas mismas crean la ley. Esta ley, indiscutible, convierte en vana toda palabra y todo tribunal. No hay juez para el juez, solo culpables e inocentes. Con ello también se desprendía un poco de esa agresividad con perfume propio que traía esta verdad. Lo interesante era, sin embargo, que había acontecido un cambio fundamental en mi propio ser: en efecto, ahora era capaz de adivinar el olor de una verdad. La verdad, que se me presentó esta vez en forma de sombra, tenía su peculiar olor. Mas ahora yo estaba en medio de un enigma. Yo había captado perfectamente el olor de Elisa, pero...¿Qué verdad se me anunciaba en este olor? Este secreto, esta clase de pregunta, era la que ahora podía definir perfectamente como el Enigma Elisa. Debía interpretar ese olor, mas no podía. Peor aún, también debía interpretar mi propio olor, puesto que en él, era claro, se debía apreciar alguna verdad subyacente. Pero más tarde me daría cuenta de que este misterio solo me sería revelado hacia el final.