Derdriu empujó el peine de hueso entre los nudos, cepillando a golpes, hasta que se rompió entre sus dedos. Tomó aire y sacó con cuidado la pieza rota para observarla a la luz de la puerta principal: una espina larga y pálida, borrosa en la madrugada azul. No había tiempo. Ya se escuchaba el canto triste de las mujeres, junto al camino.
Había pasado varias lunas durmiendo sobre las trenzas y esperaba que sus cabellos se mostraran ondulados, hermosos. No había muchas oportunidades de ver reunidos a todos los hombres y ella tenía apenas dieciséis años.
Su madrastra, Medb, descorrió con violencia las pieles de la entrada. Por un momento, Derdriu creyó que las había arrancado.
—¿Aún estás despeinada? Ya se les ve a todos al final del camino. ¿Es que no oíste el aviso? ¡Vamos, vamos! Agua en el fuego, mantas, pieles para sentarse. Maldita sea, ¡qué lenta eres, niña!
Con Bróenán a la cabeza, los guerreros llegaban por el camino del Oeste. Estaban sucios y exhaustos y la llovizna se volvía sangrienta al contacto con sus cuerpos, cada gota naciendo transparente y luego cayendo escarlata por las puntas de las botas. Las barbas, los cabellos y las guedejas de lana se entremezclaban, pegados a la piel y a las monturas, lánguidos como las formas de extraños afluentes. Cientos de cabezas de ganado, el botín de guerra, cerraban la comitiva.
Una luz grisácea delimitó poco a poco los contornos familiares del paisaje, las grandes piedras, los marcadores de frontera: estaban en casa. La granja de la familia real se encontraba en el límite norte, aislada entre sus pastos, como lo estaban todas. Cada asentamiento era una humeante bandera humana en la inmensidad de la planicie, en la tierra cultivable, tan fieramente disputada a los bosques y a las ciénagas.
La noche había sido larga para Bróenán, rey de los Necht. Cuando tuvo a la vista los túmulos de sus antepasados, le pareció que el cansancio le hundía los uesos en la tierra. Creyó que a partir de entonces tendría que proteger la granja desde el subsuelo, a medias con los muertos. La montura iba al paso, un paso cansado y lento, cuando rebasó la zanja, la muralla de tierra y su empalizada superior. Rodeó las cercas repletas de caballos hasta alcanzar la gran choza circular.
Medb, que había oído los cascos de la cabalgadura, salió de la casa y se adelantó a recibirle.
—¡Grande es tu victoria, hijo mío!