Abrió otra vez los ojos, sudado, aún presa del nerviosismo por la escena terrible que acababa de soñar, tanto que incluso le pareció tranquilizador el hecho de despertarse allí, en la oscuridad aún densa de un bosque infestado de auténticos lobos, en el mismo lugar donde había caído la última vez y donde se había quedado amodorrado. «Tal vez las pesadillas sirven para esto —se dijo —, para que nos parezca familiar la realidad más abrumadora del día que nos espera». El cansancio debía de haberle vencido y le había cerrado los ojos. Había perdido completamente la noción del tiempo. Le tranquilizó oír el relincho, allí cerca, de su caballo.
¿Qué era lo que había soñado entonces? La escena del primer canto de la Comedia, que había releído antes de salir: el Lince, el León y la Loba, los tres símbolos de la lujuria, de la soberbia, de la avidez, que en la selva oscura le impiden a Dante el camino hacia la luz. Sin embargo, jamás había prestado atención a lo que el sueño ahora le había revelado: todos sus nombres empezaban por ele, las tres bestias habrían podido ser otras tantas manifestaciones de la envidia primera, de Lucifer, que las ha parido, y a quien el Vertragus, el lebrel, las devolverá. Cuando llegara a Rávena, le contaría el sueño a Dante Alighieri en persona, y se reirían juntos. Finalmente, quien se había convertido en el poeta más grande de todos los tiempos le hablaría, y él podría preguntarle en persona todo lo que deseaba saber y manifestarle todos sus interrogantes sobre el magnífico poema que estaba escribiendo. Le preguntaría a quién aludía con el misterioso lebrel del primer canto de la Comedia, y a quién después con el otro vengador, el Quinientos diez y cinco, el DXV. Acaso a un dux —el dogo, el más alto cargo de la república de Venecia— o a un comandante, según le parecía entender al interpretar las letras latinas del número, el enigmático mensajero divino anunciado al final del Purgatorio.