Cada vez que un ciervo cruza la carretera un pequeño grupo de pájaros le sobrevuela. Es importante observar el trazado quimérico de las aves, si amenazan con cruzar el arcén, frena. Incluso de noche los vencejos -tampoco los cuervos- no descansan y persiguen a las manadas salvajes entre los matorrales. Setenta kilómetros por hora es la máxima velocidad permitida para sobrevivir al impacto. A veces los mamíferos claman al viento y su voz rasgada trasciende los campos de cultivo y los ferrocarriles. Las gentes de la ciudad pagan importantes sumas de dinero por disfrutar del eco y la sombra. Sienten la naturaleza en primera persona, como cuando eran niños, justo antes de emigrar y hacerse a un lado. Sus padres, o tal vez sus abuelos, eligieron las fábricas y los pisos de protección oficial. Trataron de asegurarse un futuro en detrimento de los cercados y las gallinas que, por el contrario, lo ensuciaban todo. Cada vez que un ciervo cruza la carretera alguien vuelca sus palabras en los comentarios de El País. Habla de vallas y política medioambiental, de recursos y peligros. Olvida que no existe alambrada que pueda detener el imparable avance de las bestias, el lento baile de las malas yerbas que lo terminarán arrasando todo. Cuando en lugar de la fotosíntesis, se vuelvan incendio.Fragmentos de una vida anterior. Martin S. Jackson. Ed. Anagrama, 1987