David
Foster Wallace Entrevistas
breves con hombres repulsivos Resultaba
degradante; la persona deprimida se sentía degradada. Contaba que le resultaba
degradante llamar a amigas de su infancia mediante conferencias a larga
distancia en plena noche, cuando estaba claro que tenían otras cosas que hacer
vidas que vivir y relaciones vibrantes, saludables, íntimas y llenas de cariño
con parejas atentas; resultaba degradante y patético estar disculpándose constantemente
por aburrirlas o sentir que tenía que darles las gracias efusivamente por el
mero hecho de ser amigas suyas. Los padres de la persona deprimida se habían repartido
finalmente el coste de su ortodoncia; sus abogados habían contratado los
servicios de un mediador profesional para organizar el acuerdo. También había
hecho falta mediación para negociar los calendarios de pago compartido de los
internados de la persona deprimida, sus campamentos de verano y de Vida y
Alimentación Sana, sus lecciones de oboe y sus seguros de automóvil y contra
terceros, así como la cirugía estética necesaria para corregir una malformación
de la espina nasal anterior y el cartílago alar de la nariz de la persona
deprimida, responsable de un achatamiento de la nariz que a ella le resultaba
atrozmente pronunciado y que, junto con el refuerzo ortodóncico externo que tenía
que llevar veintidós horas al día, hacía que el hecho de mirarse en los espejos
de sus dormitorios en los internados resultara superior a sus fuerzas. Y aun así,
en el año en que el padre de la persona deprimida se casó en segundas nupcias —en
lo que fue quizá un gesto raro cariño desinteresado o quizá un coup de grâce
que de acuerdo con la madre de la persona deprimida fue planeado para lograr
que sus sentimientos de humillación y de superfluidad fueran totales—, él había
pagado in toto, las lecciones de equitación, los jodhpurs y las botas espantosamente
caras que la persona deprimida había necesitado a fin de ser admitida en el Club
de Equitación de su penúltimo internado, entre cuyos miembros se contaban las únicas
chicas que la persona deprimida sentía, tal como le confesó a su padre por teléfono
entre sollozos ya avanzada una noche verdaderamente horrible, que la aceptaban mínimamente
y mostraban algún asomo de compasión y empatía y con quienes al persona deprimida
no se había sentido completamente chata y llena de hierros en la cara e inepta
y rechazada como para sentir que era un acto diario de tremendo aplomo personal
el mero hecho de salir de su dormitorio para ir a cenar al comedor.