Pablo
d’OrsAndanzas
del impresor Zollinger Estando
a punto de alcanzar la copa de aquel árbol, August oyó de nuevo su antes
deseado y ahora repudiado sonido del tren. Sí, allí estaba, inconfundible; pero
—y esto le dejó atónito— el zumbido no provenía de fuera, sino… ¡del interior
del árbol!, como si fuese por dentro por donde circulara el ferrocarril.
Recuperado de la impresión, ceñido todavía al árbol, August pensó si no estaría
enloqueciendo. Devorado por la curiosidad, volvió a aproximarse al punto donde
poco antes había creído oír el chirrido de aquella locomotora. No había duda,
allí estaba, muy lejano al principio —es cierto—, pero perfectamente
reconocible si permanecía a la escucha durante un tiempo suficiente. Descendió
entonces con destreza y se alejó rápidamente; estaba temblando. ¿Qué era
aquello?, se preguntaba Zollinger, dando vueltas en torno a ese árbol, pero
manteniéndose siempre a una distancia prudencial. ¿Un engaño macabro? ¿Una
broma de los sentidos?Pasarían
varios días antes de que August Zollinger recuperara el coraje para regresar de
nuevo a ese lugar embrujado. Para superar su pánico, se abrazó a otro árbol,
deseando que el extraño fenómeno no se repitiera. Confiaba todavía en que solo
hubiera uno en toda la floresta de St. Heiden con esa absurda y chocante
propiedad sonora. Para esta ocasión escogió una especie distinta —un abeto—,
tomando la precaución de que estuviera alejado del «árbol-tren», que así fue
como llamó al que tanto había logrado avivar el recuerdo de su amada
telefonista.