Guadalupe
NettelEl
matrimonio de los peces rojos La
mañana del martes desayunamos en casa un té y una tostada como dos desconocidos
que se tratan cordialmente pero, en cuanto él se fue al trabajo, bajé al bar
llena de resentimiento y tomé otro jugo de naranja. Después caminé bajo la
llovizna hasta la biblioteca. En mis años de estudiante la había frecuentado
muchas veces, pero hacía tiempo que no me asomaba por ahí. El despacho estaba
situado en la rivera izquierda y, cuando surgía alguna consulta que no pudiera
resolver en Internet, iba a la Biblioteca Nacional. A diferencia de esta, en la
que casi nunca veía a nadie, la de mi barrio estaba llena de adolescentes, como
lo había sido yo misma cuando cursaba el liceo; chicos un poco mayores que se
interpelaban a gritos y reían a carcajadas, comían en restaurantes
universitarios; gente cuya principal preocupación era pasar los exámenes y
estirar el subsidio de sus padres, o del gobierno, hasta el final de mes. Por
lo general, las personas de esa edad me despertaban, al menos desde hacía un
par de años, cierta condescendencia y por eso me sorprendió sentir envidia
aquella mañana. Estaba por empujar la puerta de la entrada cuando uno de ellos,
que llevaba un pañuelo rojo y blanco alrededor del cuello, tropezó con mi
barriga.