Sara
GranClaire DeWitt y la ciudad de los muertos Constance
Darling fue una profesora nada convencional. Me llevó en coche hasta las
marismas en una noche sin luna y me dejó ahí para que encontrara el camino de
vuelta fijándome en el viento y en las estrellas. Tiró sobre mi mesa un recorte
de periódico acerca de un asesinato cometido en Manhattan en 1973 y me pidió
que lo resolviera. Me enseñó a leer las huellas dactilares como si fueran hojas
de té y los ojos como si fueran mapas. Me enseñó a oler los problemas tanto
literalmente como de manera figurada. Me mandó a ver a los lamas y a los
tulkus, a los swamis y a los videntes. Como la mayoría de detectives, tenía un
receptor de frecuencia de la policía en la cocina, y, si no estábamos ocupadas,
podíamos llegar a la escena del crimen y resolverlo antes que el Departamento
de Policía de Nueva Orleans apareciera siquiera. No es que quisieran nuestra
ayuda. La mayoría de las veces nos ignoraban, pero Constance siempre tenía
razón.—Existen
dos tipos de detectives —me explicó hace mucho tiempo en la biblioteca de su
casa, en Garden District—, unos son los que deciden ser detectives y los otros
los que no lo deciden en absoluto.Me
explicó que todos sentimos la llamada de forma distinta. Para algunos es un
sueño;a veces, un presagio; otras, uno
de esos famosos momentos en que nos cambia la vida, como una experiencia
próxima a la muerte, un ataque al corazón o la pérdida de un ser querido.
Cuando eso sucede, sabes que debes hacer lo que llevabas en el corazón desde
hacía tiempo y abrir tu despacho de investigador privado. Tanto si tienes
quince años como si tienes cincuenta, cuando sientes la vocación de resolver
enigmas finalmente tienes que rendirte.