E.
F. BensonLa
señorita Mapp A la
mañana siguiente, la señorita Mapp salió temprano a hacer los recados. Quería comprar
algunos dulces para acompañar el té en la sesión vespertina de cartas; tenía
especial interés en adquirir unos pastelitos de chocolate que había descubierto
últimamente y que parecían muy pequeños e inocentes, pero que en realidad eran
de una naturaleza tan empalagosa y pesada que el que los probara, con cierta
seguridad, sería incapaz de comer nada más. Naturalmente, aquel día estaba
nerviosa y en tensión, porque era más que posible que el traje de Diva ya
estuviera acabado y listo para su exhibición pública. ¿De qué color sería? No
lo sabía, pero la cantidad de ramos de rosa que llevaría cosidos le permitirían
identificarlo, de un solo vistazo, a una distancia razonable. Diva no estaba en
su venta aquella mañana, así que no tardarían en encontrarse en la calle.Allá,
a lo lejos, justo cruzando High Street, en el otro extremo de la calle, pudo
vislumbrar una brillante mancha púrpura, y con el aspecto que estaba deseando
ver. Era más que evidente que tenía un borde rosa alrededor de la falda y una
cenefa del mismo color en el cuello. A su lado estaba la señora Barlett,
identificada por la señorita Mapp por sus nerviosos andares ratoniles, moviéndose
de aquel modo tan extraño y fascinante. Entonces, la mancha púrpura desapareció
al entrar en una tienda y la señorita Mapp, todo sonrisas y amapolas siguió
avanzando por la calle hasta que se topó con Evie, todo sonrisas también. La señora
Barlett parecía tener algo que decirle, pero no pudo pasar de un «¿Has visto…?»,
acompañado de un pequeño chillido nervioso, totalmente inexplicable, y se
escabulló en alguna ratonera oscura. Un minuto después, la mancha púrpura
reapareció a la salida de una tienda y la señorita Mapp estuvo a punto de
tropezar con ella. No se trataba de Diva, en absoluto, sino de ¡la Janet de
Diva!La
conmoción fue de una violencia tan indescriptible que la sonrisa de la señorita
Mapp se congeló, por así decirlo, como si su rostro se hubiera paralizado
momentáneamente, y no pudo desprenderse de aquel gesto hasta que dobló la
esquina al final de la calle. Allí se apoyó en la barandilla e inspiró
profundamente por la nariz. Una ligera bruma otoñal difuminada las extensas
marismas, pero el sol ya estaba disipándola, prometiendo a los tillinguienses
otro día maravilloso. La marea que subía por el río estaba alta, y las brillantes
aguas lamían las bases de los diques cubiertos de césped que lo mantenían en su
cauce. Al otro lado estaba la estación hacia la que en ese momento se dirigían el
mayor Benjy y el capitán Puffin, apresurándose para coger el tranvía que los
llevaría a los campos de golf. Se veía claramente el camino que cruzaba las
marismas, y el puente del ferrocarril. Todas aquellas cosas permanecían implacablemente
invariables, y la señorita Mapp las miró sin verlas, hasta que la rabia comenzó
a reanimar la paralizada corriente de sus procesos mentales.