Anatomía
de un instanteJavier
Cercas Dado que es un gesto de coraje, el gesto de Suárez
es un gesto de gracia, porque todo gesto de coraje es, según observó Ernest
Hemingway, un gesto de gracia bajo presión. En este sentido es un gesto
afirmativo; en otro es un gesto negativo, porque todo gesto de coraje es, según
observó Albert Camus, el gesto de rebeldía de un hombre que dice no. En ambos
casos se trata de un gesto soberano de libertad; no es contradictorio con ello
que se trate también de un gesto de histrionismo: el gesto de un hombre que interpreta
un papel. Si no me engaño, apenas se han publicado un par de novelas centradas
de lleno en el golpe del 23 de febrero; como novelas no son gran cosa, pero una
de ellas tiene el interés añadido de que su autor es Josep Melià, un periodista
que fue un crítico acerbo de Suárez antes de convertirse en uno de sus
colaboradores más cercanos. Operando al modo de un novelista, en determinado
momento de su relato Melià se pregunta qué fue en lo primero que pensó Suárez
al oír el primer disparo en el hemiciclo; se responde: en la portada del día
siguiente de The New York Times. La respuesta, que puede parecer inocua o
malintencionada, quiere ser cordial; a mí me parece sobre todo certera. Como
cualquier político puro, Suárez era un actor consumado: joven, atlético,
extremadamente apuesto y siempre vestido con un esmero de galán de provincias
que embelesaba a las madres de familia de derechas y provocaba las burlas de
las periodistas de izquierdas —chaquetas cruzadas con botones dorados,
pantalones gris marengo, camisas celestes y corbatas azul marino—, Suárez
explotaba a conciencia su porte kenediano, concebía la política como
espectáculo y durante sus largos años de trabajo en Televisión Española había
aprendido que ya no era la realidad quien creaba las imágenes, sino las
imágenes quienes creaban la realidad. Pocos días antes del 23 de febrero, en el
momento más dramático de su vida política, cuando comunicó en un discurso a un
grupo reducido de compañeros de partido su dimisión como presidente del
gobierno, Suárez no pudo evitar intercalar un comentario de protagonista
incorregible: «¿Os dais cuenta? —les dijo—. Mi dimisión será noticia de primera
página en todos los periódicos del mundo». La tarde del 23 de febrero no fue la
tarde más dramática de su vida política, sino la tarde más dramática de su vida
a secas y, pese a ello (o precisamente por ello), es posible que mientras las
balas zumbaban a su alrededor en el hemiciclo una intuición adiestrada en años
de estrellato político le dictase la evidencia instantánea de que, fuera cual
fuese el papel que le reservara al final aquella función bárbara, jamás
volvería a actuar ante un público tan entregado y tan numeroso. Si así fue, no
se equivocó: al día siguiente su imagen acaparaba la portada de The New York
Times y la de todos los periódicos y las televisiones del mundo. El gesto de
Suárez es, de este modo, el gesto de un hombre que posa. Eso es lo que imagina
Melià. Pero bien pensado su imaginación tal vez peca de escasa; bien pensado,
en la tarde del 23 de febrero Suárez tal vez no estaba posando sólo para los
periódicos y las televisiones: igual que iba a hacerlo a partir de aquel
momento en su vida política —igual que si en aquel momento hubiera sabido de
verdad quién era—, tal vez Suárez estaba posando para la historia.