Las
tres bodas de ManolitaAlmudena
Grandes En
mi casa, la guerra le había sentado estupendamente a todo el mundo menos a mí.
Los hombres se habían librado del frente, porque corrieron tanto para ofrecerse
voluntarios que a uno lo rechazaron por demasiado mayor, y al otro por todo lo
contrario. Pero, a los treinta y siete años, mi padre era lo suficientemente
joven como para cubrir una de las bajas que los combatientes habían causado en
la Guardia de Asalto, y a los dieciocho, mi hermano lo bastante maduro como
para trabajar en las oficinas de Capitanía. El resultado fue que una semana
después del golpe de Estado, los dos tenían ya un destino mucho más entretenido
que pasarse las horas muertas despachando alpiste.María
Pilar, por su parte, dejó de quejarse mucho antes de lo que ella misma se
habría atrevido a sospechar. Perdido su prestigio de experta en joyas, a la que
todas las mujeres del barrio le llevaban las que tenían para que dictaminara si
eran regulares —porque aquí, hija mía, solía desanimarlas antes de coger la
lupa, buena, lo que se dice buena, ya puedes estar segura de que no hay
ninguna— o simples baratijas, y arruinada la reputación de maestra de protocolo
que la había consagrado como consejera de bodas y bautizos entre los tenderos
prósperos de Antón Martín, la desaparición de la Corte impulsó su vida por la
pendiente de una vulgaridad insufrible hasta que a finales de noviembre de
1936, al tocar fondo, rebotó.Ella
conocía tan bien a sus señores que nunca dudó de que entrarían en Madrid en el
instante en que se les antojara y punto final. Su derrota la dejó con la boca
abierta, una perplejidad que la transformó en una mujer desconocida, suave como
la seda, tan absorta en sus pensamientos que, en lugar de dar órdenes,
contestaba a las preguntas con monosílabos. Tal vez por eso, ninguno de
nosotros llegó a escuchar el frenético rumor de la máquina de calcular que
sumaba y restaba cifras en la trastienda de su cerebro.Cuando
ya nadie dudaba de que la guerra sería larga, María Pilar descubrió, gracias a
su trabajo en el hotel Gran Vía, que había nacido una nueva aristocracia,
periodistas extranjeros, escritores célebres, diplomáticos refinadísimos,
consejeros militares, españolas inauditas que sabían fumar y enroscarse
alrededor de los hombres poderosos como si fueran francesas, misteriosas
tertulias en las que se decidía el curso de la guerra o, en pocas palabras, el
selecto cogollito de unos pocos que sabían lo que había que saber, un medio en
el que ella nadaba igual que un pez en el agua. A partir de entonces, hizo
nuevas amistades, emprendió nuevos negocios y prosperó como nunca antes. Así,
en el invierno de 1937, recobrado e intacto su carácter, expulsó sin
contemplaciones a los camaradas de Toñito de una sede destinada a albergar muy
pronto a los miembros de una extraña sociedad.