Javier
Pérez AndújarPaseos
con mi madre Desde
la barandilla que rodea a la cúpula del observatorio contemplaremos las luces
de la ciudad, su noche encendida de bloques y edificios. Barcelona parecerá ir
alejándose de nuestro promontorio como llevada por el mar. A nuestros pies, se
arquearan los árboles hundiéndose en la niebla. La noria y la atalaya de las
atracciones del Tibidabo serán, a nuestras espaldas, dos sombras de hierro que
se han quedado fosilizadas en su edad de los metales. De vez en cuando los
faros de algún coche que circula solitario por la montaña proyectan fugazmente
sus luces sobre nuestra noche astronómica, y como en una película de fantasmas
va a recortarse entre sombras el aleteo de los murciélagos. A la salida del
observatorio, se yergue frente a un níspero una vieja columna de piedra. La
pusieron allí cuando se construyó el edificio y servía para alinear el
telescopio con el meridiano terrestre. Era el antiguo y rudimentario método con
que se calculaba la velocidad de las nubes.