Arnošt
LustigUna
oración por Kateřina HorovitzováKateřina
Horovitzová, por su parte, era demasiado joven para entender todo lo que apenas
intuía; no obstante, su miedo la acercaba a la verdad más de lo que podría
imaginar. Su cuerpo estaba madurando poco a poco en el de una mujer, lo que
sentía por partida doble, triple, céntupla, a juzgar por las miradas de los
silenciosos soldados frente a ella. A ella no le inquietaba no poder dirigirse
a sus vigilantes, puesto que ni siquiera había probado a hacerlo. Ni palabra
del calor sofocante o de abrir la ventana. Parecía una muñequita recién sacada
de la caja, con su espléndido traje, su abrigo de piel colgado a su lado, su
blusa de seda negra y su lencería de lujo de la firma parisina Dior, que solo
Dios sabía cómo habría ido a parar a manos de la policía secreta. Jamás antes
se había vestido con semejantes galas, con semejante lencería ni con una blusa
de seda como aquellas; sin embargo, vista desde fuera parecía más que
acostumbrada a ese tipo de ropas. No le quedó más remedio que mantener esa
impresión; presentía que era su única posibilidad. No veía en ello ningún
engaño como los que sí encontraba siempre en las palabras del señor Brenske al
examinarlas con más detalle. Ya ni siquiera le entraban ganas de llorar por
haber abandonado a su familia en el campo. Más bien se obligaba a pensar qué
hacer para que pudieran seguir sus pasos. Así que, después de todo, también
ella, también en vano, intentó entablar conversación con los guardias. Solo que
Bedřich Brenske, que en aquel momento regresaba del vagón de correos (desde
donde arreglaba sus despachos y, en el trascurso del viaje, se comunicaba con
las autoridades superiores), ordenó abrir su compartimento.