Sue
GraftonV
de venganza Tres
metros más adelante, el señor Ishiguro se detuvo y señaló repetidamente,
expresando su desaprobación en una rápida sucesión de lo que Nora supuso que
serían insultos. Sobre el suelo había un montón de heces de animales. La pila
compacta de excrementos reposaba en el centro de una composición a base de
guijarros blancos en la que Ishiguro había estado trabajando la semana anterior.
Eran excrementos de coyote. Nora llevaba un mes observando cómo una pareja de
coyotes, un macho grande gris y amarillo acompañado de una hembra de menor
tamaño y pelaje rojizo, recorría con cuidado uno de los senderos con sus
peludas colas bajadas. Al parecer, habían hecho su guarida allí cerca y
consideraban el barrio una gran cafetería. Los dos coyotes, delgados y con
aspecto espectral, se movían con sigilo y cierta vergüenza, aunque Nora pensó
que debían de estar profundamente satisfechos de la vida. Los coyotes no se
andaban con remilgos a la hora de comer: ardillas, conejos, carroña, insectos,
incluso fruta si era necesario. La desaparición de unos cuantos gatos en el
barrio había coincidido con aquellas noches en que los aullidos y gemidos de la
pareja revelaban una cacería descontrolada. El macho solía escalar el muro para
beber en la reflectante piscina de Nora, quien le deseaba buena suerte.
Channing, por otra parte, había salido dos veces pistola en mano, gritando,
agitando los brazos amenazando con disparar. El coyote, impertérrito, había
cruzado el patio al trote antes de saltar el muro y desaparecer entre la
maleza. La hembra llevaba semanas sin dar señales de vida, y Nora sospechaba
que tendría una camada de cachorros escondidos. Tras observar la obsesión del
señor Ishiguro por la colocación de cada piedra del jardín, Nora comprendió que
el que un coyote defecara de forma poco ceremoniosa en el sendero equivalía a
una declaración de guerra entre las especies.