MirceaCărtărescuLulu Adelantábamos
a algunos grupos, otros nos adelantaban a nosotros, nos fijábamos en los
huertos, en las losetas blancas, en los mojones que marcaban los kilómetros, en
los gitanos seguidos por sus mujeres cuando, de repente, Clara nos señaló unas
manchas fosforescentes a la derecha del camino, al fondo un lindero de acacias.
Al principio creíamos que eran las tiendas de campaña de unos italianos, pero
los turistas no frecuentaban demasiado esa región. Las manchas eran borrosas, como
una llamarada de matices cambiantes o como el mar divino a lo lejos, entre
rocas. Predominaba un color fresa atravesado por estrías nacaradas. Savin nos
dejó atrás para alcanzar a unos tipos del liceo Bălcescu que llevaban las
guitarras a la espalda, y Clara y yo avanzamos campo a través unos doscientos
metros, hasta la linde que era, de hecho, un verdadero bosquecillo de acacias
jóvenes. Tras ellas apareció un montículo redondeado, construido probablemente
para marcar un límite o tal vez, incluso, a modo de tumba. Trepamos el túmulo y
desde arriba pudimos ver a nuestros pies un asombroso y mágico valle lleno de
flores silvestres. Margaritas y bocas de dragón, chicoria y manzanilla, flores
abigarradas abiertas en todo su esplendor, como en una cuadro naif. Clara estaba fascinada, bajó y se
adentró entre las flores, que le llegaban hasta la cintura. Se detenía,
arrancaba una y la miraba atentamente, olía otra, de un tallo cogía una
mariquita brillante y la echaba a volar desde el dedo… Bajé también yo. Así
había imaginado un valle cuando, a los ocho años más o menos, tumbado en el
sofá, leí mi primer libro de cuentos y cuando toda aquellas topografías y
personajes fabulosos, las montañas de cristal, el Hombre de flores con la barba
de seda, Niño-Triste e Inia-Dinia, Pedrito Pimienta y Flor-Florida daban
vueltas en mi cabeza, y dibujaban unas figuras como iluminadas por dentro. Era
el Valle del Olvido, donde aquel que se queda dormido no añora a sus padres ni
el lugar donde ha nacido. Un lugar tan hermoso n puede existir en la realidad.
Era literatura, era ficción, y nosotros éramos los personajes de un poema.
Recordé eso versos de Donne en los que dos enamorados duermen juntos, cogidos
de la mano, en un valle florido, sin otro roce que el de los dedos
entrelazados, la unión de sus espíritus es «el único modo de procrearse». Sin
embargo, Clara era absolutamente real y la conocía desde hacía dos años, desde
que era mi compañera de clase. Una chica juiciosa, discreta y tranquila.
Caminamos durante un rato contemplando las flores y luego nos sentamos en la
hierba enmarañada. Las corolas se esforzaban por cerrarse sobre nuestras cabezas.
Nos tumbamos uno junto al otro y permanecimos allí, intercambiandoalguna palabra de vez en cuando, durante toda
la mañana. En su rostro temblaban las sombras coloreadas de los pétalos
acariciados por el sol. Un escarabajo de caparazón metálico, verde brillante,
trepaba por un tallo. Una telaraña, empujada por el viento, se hinchaba entre
dos ramitas. Mirábamos cómo el cielo se iluminaba y se oscurecía con el paso de
las nubes.