Jaume
CabréYo
confieso Volvió
a casa temblando; nada más cerrar la puerta, se quitó el abrigo negro y, sin
fuerzas para colgarlo, lo dejó en la banqueta de la entrada y se fue a su
habitación. La oí llorar y preferí no entrometerme en asuntos que apenas
conocía. Después estuvo un buen rato en la cocina hablando con Lola Xica, quien
le cogía la mano como dándole ánimos. Tardé muchos años en recomponer las
piezas de esa imagen que todavía veo como una pintura de Hopper. Tengo toda la
infancia en casa grabada en la cabeza como diapositivas de pinturas de Hopper,
con la misma soledad pegajosa y misteriosa. Y me veo en ellas como un personaje
sentado en una cama deshecha, con un libro abandonado en una silla desnuda, o
que mira por la ventana o sentado junto a una mesa limpia, mirando la pared
vacía. Porque en casa todo se resolvía con cuchicheos y el roce que se oía con
mayor nitidez, aparte de mis ejercicios de portamento con el violín, era el que
hacía mi madre cuando se ponía zapatos de tacón para salir a la calle. Y si
Hopper decía que pintaba porque no lo podía decir con palabras, yo lo escribo
con palabras porque, aunque lo estoy viendo, soy incapaz de pintarlo. Y siempre
lo veo como él, a través de ventanas o de puertas entornadas. Y al final sé lo
que no sabía. Y lo que no sé me lo invento y también es verdad. Sé que lo vas a
entender y me lo vas a perdonar. Dos
días después, el señor Berenguer había devuelto sus pertenencias a su
despachito, al lado de las dagas japonesas, y Cecilia a duras penas disimulaba
la satisfacción que sentía fingiendo que esas fruslerías le resbalaban. Fue mi
madre quien habló con Frankfurt y me imagino que la redistribución de piezas
que llevó a cabo, atacando con las torres y la dama, fue lo que empujó al señor
Berenguer a quemar el último cartucho en lo que podríamos considerar un ataque
fulminante e inesperado. Los pesos pesados del anticuario de la calle de la
Paja se declararon la guerra y valía todo.