Fragmentos Nº73: Sylvia

Publicado el 23 septiembre 2012 por Kovua

Howard Fast Sylvia
Se encogió de hombros y rió. Las tortillas estaban ya listas. La mujer las envolvió en un pedazo de papel y el cura le pagó. Volvimos a la misión, que no era sino un recinto cuadrado casi sin adornos: la iglesia católica más sencilla que nunca había visto: un altar, un crucifijo, un confesionario y algún otro elemento ritual, bancos de tosca madera sobre un suelo de ladrillo que habían pulimentado los pies de generaciones de peones. En la parte de atrás de la iglesia estaba la habitación del cura: un catre, dos sillas, una mesa y un hogar de arcilla, sobre el que las judías se calentaban sobre unos rescoldos. Me senté en una de las sillas mientras el anciano ponía las tortillas en un plato de arcilla cerca de las judías. Tomó entonces dos cebollas de una caja en un rincón, las peló y dividió en pedazos en un plato. Esperaba que yo no tuviese nada que objetar a esas cebollas crudas, que eran muy buenas acompañando las judías. Le dije que me gustaban las cebollas y ello le complació mucho. Tenía una infantil reacción de placer ante las cosas simples y sin importancia. Puso sobre la mesa los platos de arcilla marrón y los jarros, salió por la puerta trasera de la misión y regresó momentos más tarde con dos botellas de cerveza, explicando que las mantenía frescas en el pozo, para disfrute de sus ocasionales huéspedes. —Tortillas, judías, cebollas y cerveza: esta es la comida de mi gente, aunque la cerveza se reserva para los días santos. Es comida sencilla pero también muy buena. ¿No lo cree así, señor Macklin? No había puesto cubiertos en la mesa, así que seguí su ejemplo y tomé las judías usando el pan caliente como cuchara a la vez que una rodaja de cebolla y, para que todo ello bajara, un trago de cerveza. Había comido judías y tortillas en Los Ángeles, pero no como éstas, y la cerveza era fría y de color claro. Se me abrió el apetito y comí ávidamente hasta que las tortillas desaparecieron y mi estómago se sintió saciado y a gusto, y yo mismo revestido, por fin, de un poco de paz. Mientras comimos intercambiamos pocas palabras, pero cuando la cerveza y la comida se acabaron, el anciano me dijo, sonriendo, para que no viera aspereza en sus palabras.