MirceaCărtărescuNostalgia
En
aquella aura ultramarina que se derramaba por todas partes a lo largo de la
sala, descansaba ante nosotras, tumbado de espaldas, mostrándose los talones,
con los huesos de las manos junto a las costillas y la pelvis, un enorme
esqueleto humano. Lo contemplábamos boquiabiertas sin poder dar crédito a lo
que veíamos. Avanzamos, unas por su derecha y otras por su izquierda, midiéndolo
con los pasos y contemplando las rótulas redondeadas, el fémur interminable, la
columna vertebral como la de un reptilantediluviano, las costillas como las de un velero, unidas a través del
hueso triangular y calado del esternón. Más allá de las clavículas y los omóplatos,
después de las siete vértebras del cuello, su cráneo reía con el aire del que ríe
el último. Cada una de sus muelas era tan grande como nuestros puños. Su bóveda
craneal tenía un diámetro de un metro y medio más o menos, quizá más, y se
distinguían perfectamente, sobre su superficie marfileña, las suturas zigzagueantes.
El esqueleto medía, desde los pies a la cabeza, unos cuarenta pasos míos, es
decir, unos veinte metros. Recordé aquella sensación de irrealidad, de algo
artificial, como de escayola pintada, que me había producido la ballena Goliat
cuando estuve con mi padre en el parque de atracciones. Comparado con aquella
penosa gansada, el esqueleto que habíamos descubierto en la gruta ovalada era
absolutamente verosímil, nosotras ya habíamos visto huesos de vaca o de pollo y
sabíamos qué pinta debía tener un esqueleto. Era verosímil si exceptuábamos su
descomunal tamaño. La gruta era ovalada, como hecha a su medida. Al principio
nos quedamos mudas pero luego nos cansamos de contemplarlo con respeto,
empezamos a trepar por sus huesos, a moverle los dedos de las manos y,
finalmente, nos metimos en su caja torácica. Allí estuvimos descansando un
cuarto de hora y luego empezamos a hablar de cualquier cosa. El esqueleto nos
parecía un niño dentro del vientre de su madre. Solo que el pequeño no podía
estar así, tieso, porque no habría cabido. Tenía que estar encogido. Luego empezamos
a preguntarnos cómo y con qué se formaban los huesos del niño allí, en la
barriga. Las gemelas no podían creer que hubieran estado durante tanto tiempo
juntas, pegadas una a la otra, dentro de su madre. «¡Nueve meses!» «¡Nueve
meses!», gritaba Garoafa desafiante, aunque no la contradecía nadie. Pero ¿y si
—soltó Puia de pasada, ella, con sus ojos de hielo verde, que no parecía haber
seguido la discusión—, y si estuviéramos de hecho en la boca de una gran araña
de tierra que devoró a su vez al hombre cuyo esqueleto vemos y que, tal vez,
fue un dios? Entonces fue como si la hubiéramos visto, ágil y peluda, corriendo
hacia nosotras con sus ocho patas de varios metros de largo, atrapándonos a
cada una e inyectándonos el suero venenoso. Nos abalanzamos a empellones hasta
la escalera y desde allí miramos espantadas hacia atrás: Puia no había huido,
estaba junto al esqueleto y ahora le anudaba una larga banda de felpa a las
falanges del dedo meñique de la mano izquierda. Nos tranquilizamos. No había
ninguna araña y el esqueleto era nuestro, lo habíamos conquistado. Nuestra bandera,
la de nuestra reina de ese día, se alzaba sobre su edificio.