El país imaginado
Eduardo
Berti
El país imaginado
Cuando
el primer sol del nuevo año alcanzó su punto más alto, no nos halló
desprevenidos. Ya habíamos dispuesto fuer de nuestra casa, en el patio
semientoldado con una vieja esterilla, los objetos para la luz del chu-yi: los
colchones y manteles que el sol debía acariciar y los libros más antiguos, aquellos
con sus páginas amarilleadas como las hojas de otoño, de modo que el primer viento,
el primer aire del nuevo año, no solo purificase, sino que también ahuyentara, previniendo
deterioros, a los insectos que alojaba el papel. Según contaba mi padre, los
insectos preferían ciertas palabras y sabían dar con ellas en los libros más
antiguos, hasta devorarlas. Muchas familias alrededor se burlaban de estas
creencias y estos ritos milenarios. Los tenían por obsoletos e ineficaces; pero
mis padres eran muy supersticiosos, mi padre más que mi madre, y su apego a las
tradiciones parecía haber recrudecido tras la muerte de la abuela.
Aquel
día, mi hermano y yo recibimos de nuestro padre el encargo de seleccionar y
transportar los libros, mientras mi madre se ocupaba de colgar las sábanas a lo
largo de una caña de bambú, no únicamente aquellas en uso el último día del
año, sino también las sábanas plegadas y guardadas en los armarios, y Li Juangqing
(más que una simple cocinera, menos que una gobernanta) hacía lo propio con los
cuatro o cinco manteles existentes en casa.
Por
entonces me parecía razonable que esas telas fueran únicamente de color blanco,
pero hoy que han pasado décadas me pregunto qué pruritos impedían cubrir los
colchones y las mesas de nuestro hogar con cualquier otro color. El color
faltante lo ponían los libros, quiero pensar; ese color mesurado de las
ediciones clásicas, con sus discretas y solemnes encuadernaciones en cuero:
verde esmeralda o ciruela, celeste, gris u ocre arcilla. A mí me gustaba el
contraste entre el collar de sábanas y manteles y esos libros apilados como
ofrendas a sus pies, pero mi hermano no se llevaba nada bien con los libros:
carecía de esa mezcla de tesón y curiosidad necesaria para ser un buen lector,
o tal vez era la ebullición de su edad lo que impedía que se sentara
aplicadamente a leer. Mi hermano tenía diecisiete, yo me acercaba a los
catorce. La sangre de mi hermano bullía en una forma que yo no alcanzaba a
entender, pero que me apasionaba, de igual modo que nos fascina el mar cuando
está embravecido.
El país imaginado