Francis Urquhart

Publicado el 08 febrero 2013 por Josep2010

Podríamos afirmar sin titubear un instante que Francis Urquhart es hijo de tres padres y ninguna madre y que, nacido hace poco más de veinte años, ha alcanzado la inmortalidad del icono aunque su popularidad se reduzca a algunos afortunados que hemos tenido conocimiento de su existencia, le hemos seguido a lo largo de un lustro y constatamos, atónitos, la vigencia de su forma de entender la vida y específicamente la vida política.
Debe esa vigencia a su alma tenebrosa y a sus finas intrigas que provienen del profundo conocimiento que su primer padre, Michael Dobbs, tiene del terreno político en el que se mueve la criatura, no en vano Dobbs ha estado circulando desde hace casi cuarenta años por los pasillos del parlamento británico, siempre adscrito a las filas de los conservadores, ya desde la época en que Margaret Thatcher estaba todavía en la oposición.
El Sr. Urquhart -llamarle amigo sería craso error- se comporta teniendo en perspectiva el propio beneficio en primer lugar y el servicio público en segundo en una mezcla apasionada e indisoluble dominada por una convicción irreductible, una conciencia adaptada al cumplimiento de la satisfacción del poder político casi en términos epicúreos y una visión focalizada en la consecución de un objetivo, la inserción por méritos propios en los libros de historia. Urquhart no busca en primera instancia el lucro económico aunque jamás se ha planteado que su posición no lleve como anexo unos privilegios de comodidad de los que el coche con chófer es el menor.
Sus frases, como él mismo, son hijas de Andrew Davies, fino escritor que a instancias de algún inteligente funcionario de la televisión pública británica -la BBC, por supuesto- tomó prestadas las situaciones inventadas, o recordadas, o recreadas por Dobbs, y les dió una forma más apropiada para ser presentadas en la pantalla doméstica, que para estos menesteres nunca debería ser adjetivada como pequeña por la injusticia de la proporción.
Los tratos entre Dobbs y Davies se prolongaron hasta alcanzar el número de tres novelas y tres mini series televisivas protagonizadas por Francis Urquhart, que habiendo recibido su espíritu de dos padres, tomo cuerpo gracias al tercero, Ian Richardson, magnífico actor escocés de cuyo fallecimiento el sábado próximo se cumplen seis años, con lo cual estas notas sirven perfectamente de homenaje a un intérprete que destacó en el teatro clásico y supo llevar la finura de su arte también al cine y a la televisión, siempre ofreciendo muestras magistrales de expresión, gestualidad contenida y dicción impecables.
Francis Urquhart es el protagonista absoluto de una trilogía producida por la BBC en los años 1990, 1993 y 1995:


Conocida por el título de la primera parte, The House of Cards, que pudimos ver en 1990, en 1993 disfrutamos de su continuación To Play The King y aguardamos dos años más para comprobar cómo acababa todo en The Final Cut.
Al estilo de la BBC, cada parte de la trilogía se compone de cuatro episodios de una hora lo que supone una serie de doce episodios que, vista en perspectiva, sigue el clásico canon de presentación, nudo y desenlace, con la virtud añadida que cada parte tiene en su seno la misma estructura, una composición si se quiere poco aventurera y conformista pero desde luego pétrea y resistente al paso del tiempo, eterna, diría.
Los avatares de la actualidad desgraciadamente sitúan esta producción británica en la cresta de la ola y ha sido una coincidencia añadida que esta misma semana se haya producido el estreno de un refrito estadounidense que habrá que ver algún día aunque seguramente no aporte nada nuevo y probablemente no llegue a los extremos que los británicos son capaces de ofrecer sin perder la circunspección en un alarde de la flema que les caracteriza.
Una producción semejante desde luego es absolutamente impensable en España no ya desde cualquier televisión pública sometida a los deseos de los politicastros de turno sino incluso de las privadas, incapaces de ofrecer nada de tal calidad.
Lejos de lo que sería una bufonada sarcástica o un mero divertimento, las trilogía que nos cuenta las andanzas de Francis Urquhart se reviste de una realidad asombrosa por la naturalidad con que todo lo que ocurre va sucediendo, en el uso de una lógica malsana que domina los comportamientos de unas gentes entre las que resulta casi que imposible hallar atisbos de ética siendo la ambición el norte que señala los movimientos de todos: políticos y sus familiares, periodistas, gentes del comercio, nadie se para en observar la licitud de sus hechos más allá de la conveniencia y el mejor modo de acometerlos, creando una sensación de asombro en el espectador que, atónito, permanece enganchado a una trama que aúna la intriga palaciega sazonada de adulterios, difamaciones, infamias, maledicencias y crímenes de sangre.
Ian Richardson manifestó en una entrevista que para la composición del personaje de Urquhart había recordado sus estudios psicológicos de Ricardo III y de Macbeth y desde luego que el conjunto recuerda muchísimo los clásicos shakesperianos por los modos y las formas, en una presentación de la clase dominante absolutamente odiosa y abyecta, presa de las peores pasiones, vicios y ambiciones con una historia relatada con un ritmo tranquilo pero constante como una apisonadora que deja tras de sí un camino llano salpicado de sangre, mierda y podedumbre como abono a nuevos personajes que ocuparán el lugar de los desaparecidos.
Paul Seed dirigió House of Cards (1990) y To Play The King (1993) y Mike Vardy dirigió The Final Cut (1995) y seguramente gracias a la excelencia de la producción de la BBC que proveyó de los más oportunos medios, entre los que se cuenta un elenco más que sólido, a pesar del paso de los años entre cada parte de la trilogía repasarla ahora en conjunto es un placer que uno se siente en la obligación de compartir.
La trama en unas manos poco cuidadosas podría caer en una sucesión de efectos a cual más escandaloso porque, por ejemplo, veremos cómo la esposa de Urquhart, Elizabeth (estupenda Diane Fletcher), verdadera reencarnación de Lady Macbeth, se cuida de elegirle las amantes y lo hace con unas maneras que hasta parece que sea lo más apropiado, quizás lo más necesario y útil para la carrera política de su marido. Veremos también, que los periodistas, por una historia, no tienen reparo moral alguno, aunque ello signifique traicionar a quienes les depositan su confianza. Veremos, asimismo, cómo una esposa despechada puede conspirar contra su marido, mal que sea un monarca bien intencionado y veremos, cómo no, triunfar la insidia y la desvergüenza del chantajista más cruel.
Un verdadero cúmulo de conductas políticamente incorrectas, por usar la desafortunada expresión, que en épocas en las que la moral pública decae en la confianza en sus representantes puede provocar alguna pesadilla desasosegante: nada que no hayamos visto en los clásicos anteriormente, pero recreado con la vestimenta de la actualidad y presentado con unos ropajes modernos y unos usos descarnados y desprovistos de cualquier pudor, residiendo la fuerza tanto en un lenguaje rico y provisto de significados como en unos hechos desnudos de maquillaje.
Urquhart se nos presenta de inicio siendo el jefe de filas del partido conservador y acaban de ganar las elecciones. Piensa que en buena parte es gracias a su esfuerzo y confía recibir un premio en forma de un cargo en el nuevo gobierno, pero queda descartado y entonces, rompiendo el muro invisible, nos asegura a nosotros, mirones asombrados, que esto no va a quedar así.
El truco de dirigirse a cámara para darnos cuenta de sus pensamientos en cortos monólogos consigue de inmediato no la complicidad pero sí desde luego la cercanía y la absoluta sensación de conocedores de los más íntimos entresijos de la mente maquiavélica de ese Urquhart que a un tiempo logra asombrarnos por su astucia y asustarnos por su frialdad en emplear ciertos métodos sin dejar su elegante sonrisa y su mirada inteligente: alza las cejas en un guiño de complicidad y tenemos la sensación de que sabemos, de la historia, más que nadie. La dosificación del efecto es matemática, como lo es también la inserción de las actividades conspirativas de los diferentes personajes, porque en esta trama cada uno va por libre y todos buscando su particular provecho, sin que la amalgama de intereses, políticos y sexuales, sórdidos y humanos al fin y al cabo, se convierta en un galimatías, porque el discurso es diáfano y las sorpresas y giros de la trama atrapan la atención de forma irremediable.

Recuerdo haber visto la serie en televisión, en TV3, y cuando supe del refrito quise volver a verla: por suerte, la editaron hace poco en dvd, pero he de advertir, a quienes no gusten de los subtítulos, que, aparte de perderse la mitad de la magnífica interpretación de Richardson y compañía, que el doblaje está únicamente en catalán. 

Se conoce que la matriz la han sacado de la televisión pública catalana o que ninguna otra televisión autonómica la ha ofrecido nunca. Sea como sea, esta es una pieza que no debería dejarse en el olvido porque por aquí, de momento, nadie será capaz de decir ni hacer cosas semejantes con tal calidad y no porque no haya ejemplos en los que basarse para pergeñar tramas políticas plagadas de momentos vergonzantes.

Podríamos decir que es al anverso de la famosa serie Sí Ministro en la que el humor pone en solfa una clase política inepta: aquí, la seriedad llega con tintes dramáticos pletóricos de verosimilitud.

En cualquier caso, para el amante de las buenas historias, bien contadas y mejor interpretadas, esta serie de la BBC es una pieza ineludible a cualquier colección que se precie, con el añadido de la impresionante actuación de Ian Richardson.

p.d.: mejor no consultar vídeos en youtube porque están plagados de spoilers.