Me llamo Tessainer, Francisco Tessainer y la rareza de este apellido me diferenció desde pequeño. Recuerdo que en el cole, al principio de cada curso, tenía que ayudar al nuevo maestro de turno cuando, al pasar lista, se tropezaba con las dos eses de mi apellido alemán. Para compensar, luego venía el segundo: García.
De tierra noble (Zaragoza) cuya gente es calificada a menudo como “tozuda”, yo suelo camuflar esta verdad bajo el adjetivo “tenaz”. Y tenía que ser así puesto que, además, vine al mundo en el mes de tauro y, por si fuera poco, en mis venas corre sangre alemana (mi abuelo nació en Augsburgo). Así que como mínimo, “testarudo”.
Nunca he sabido lo que quiero ser; aunque siempre he tenido muy claro lo que no quiero ser, por eso enseguida aprendí a decir que no. Estudié económicas para que las gentes del dinero no pudieran engañarme y me dedico a la logística porque siempre me ha interesado el sinsentido de la prisa. Mis gustos también son particulares: incapaz de disfrutar del fútbol a no ser que esté acompañado, jamás he comprendido esa pasión de mis congéneres por ver a veintidós hombres en calzoncillos detrás de una pelota.
Además, disfruto como un bebé cuando escribo y mucho más cuando leo.
Mis ganas de escribir surgieron despacio. Primero sentí la necesidad de corregir lo que leía de otros y no me gustaba: algún final desacertado, unos capítulos enrevesados. Pero no os lo perdáis, mi atrevimiento fue tan insensato que me aventuré a corregir incluso al mismísimo Victor Hugo. Luego mis gustos maduraron con la ayuda de Borges, Carmen Martín Gaite, con la autora de las “Memorias de Adriano” y sobre todo con el mago que escribió “El último encuentro”.
Cuando reuní suficiente coraje, comencé a escribir mis propias novelas y aunque ya he terminado cuatro, “El falso Da Vinci” es la primera que me atrevo a dejar que otros lean. Un ejercicio necesario de autocensura y pudor. Como dijo no sé quién, pronto y bien rara vez se ven.
A pesar de que Leonardo es uno de mis tres personajes históricos favoritos, el reto, en este caso, fue cómo convertir en interesante una historia mil veces contada. La chispa apareció tras releer “Don Gil de las calzas verdes”. Durante esa lectura surgió la idea de crear un personaje que suplantara a Leonardo. Después me tropecé con otra historia cuyo autor convirtió al genio en un cocinero que condimentaba sus guisos con veneno y en mi cabeza se juntaron las dos tramas.
Aunque suene un poco fuerte y pese a que al terminar de leer la novela uno siente cierta simpatía por el personaje, bajo la perspectiva de un lector del siglo XXI, en mi novela el protagonista se convierte en un asesino múltiple, un pederasta (realidad consentida en el renacimiento) y un trepa.
Por supuesto, en nada me parezco a él.