Franco y el Imperio Japonés (1)

Por Tiburciosamsa

En un país que confunde a los chinos con los japoneses y que todo lo que sabe de Thailandia es que hay masajes guarros, escribir sobre Asia constituye todo un desafío. Ese desafío se convierte en salto mortal si encima uno escribe sobre temas arcanos. El investigador Florentino Rodao ha afrontado ese reto escribiendo “Franco y el Imperio japonés” o la historia de cómo un intrépido caudillo que no había pasado de Tetuán afrontó las relaciones con el Imperio del Sol Naciente durante la II Guerra Mundial.
Desde comienzos del siglo XVII, cuando quedó en evidencia que Filipinas no se convertiría en el trampolín desde el que España saltaría a Asia, sino que sería nuestra última colonia americana, España perdió todo interés por Asia. Tras el desastre del 98, España terminó por asumir que Hernán Cortés quedaba muy lejos y que a lo más que podía aspirar era a un mini-imperio de andar por casa y que no quedase muy lejos: el Rif, el Sahara y Guinea Ecuatorial. Fuera de eso quedó una vinculación más sentimental que práctica con el mundo hispano, en el que se englobó también a Filipinas.
La ignorancia española de Asia en las tres primeras décadas del siglo fue clamorosa. España sólo tenía un consulado, el de Manila, y dos embajadas en la región, la de Tokio y la de Pekín, y aún se estaba preguntando si no debería cerrar una de las dos. El Embajador de España en Pekín se permitió informar a sus superiores de que los chinos eran “450 millones de macacos cortados por el mismo patrón, o mejor dicho, el mismo muñeco de celuloide repetido 450 millones de veces” y no pasó nada.
Japón se escapaba un poco de este desinterés. En 1868 tanto España como Japón habían sufrido sendas revoluciones. Ahí terminaban los parecidos. Cuarenta años después, España seguía siendo un país de tercera, mientras que Japón había derrotado al imperio ruso, se había labrado un imperio colonial y comenzaba a hablarles a las grandes potencias de tú a tú. La imagen de un país que había aunado tradición y modernidad resultaba muy seductora para las élites conservadoras españolas. El samurái valeroso y abnegado y la geisha refinada y delicada se convirtieron en las dos imágenes predilectas de Japón. O sea que le hicimos a Japón lo que Merimée nos había hecho a nosotros cien años antes, reduciéndonos o a toreros echados para adelante o a mujeres sensuales y flamenconas.
Tras el final de la guerra civil, fueron los sectores más ideologizados del régimen los que tomaron las riendas de la política exterior. Dos ideas les guiaban: 1) Un rabioso anticomunismo y el rechazo a la democracia parlamentaria; 2) El deseo de subirse al tren del Nuevo Orden que surgiría de la esperada victoria de la Alemania nazi y la Italia fascista. En ese contexto se esperaba de Japón que plantase cara al imperialismo anglosajón en Asia y el Pacífico y que se uniese a la cruzada anticomunista. Esos objetivos comunes permitieron esconder diferencias más profundas, empezando por el disgusto de ver cómo una raza amarilla acababa con el dominio del hombre blanco en Asia o apreciar que Japón tenía sus propios objetivos, que no coincidían necesariamente con los de sus aliados. Es probable que si la II Guerra Mundial hubiese terminado con la victoria del Eje, esas diferencias habrían acabado estallando y habrían conducido a un conflicto.
Las perspectivas de tener a Japón como aliado en la guerra hicieron que se difundiese una imagen idealizada del país y se subrayasen las semejanzas, semejanzas más imaginadas que reales. Sobre esto, Rodao saca a colación una cita del siempre excesivo Ernesto Giménez Caballero, que no tiene desperdicio: “Pero la admiración y afecto de España por Japón no es de hoy, sin embargo, procede desde el momento en que nos dimos cuenta de ser el Japón la otra España; la de allá. O sea, una nación colocada frente a un poderoso Continente Occidental (Estados Unidos) y un continente inmenso de color (el Asia china e hindú). Como España es la nación del lado de acá, colocada entre Francia e Inglaterra (Occidente) y el África (Oriente). España y Japón, las dos fronteras del mundo. Son dos puertas. La misma unidad de destino en lo Universal.”
El problema surgió cuando esa misma unidad de destino en lo Universal optó por no declararle la guerra a la URSS tras el ataque alemán. Muchos se sintieron decepcionados por la supuesta defección de Japón. La realidad es que Hitler se había buscado esa defección. Cuando en agosto de 1939 firmó el Pacto de No Agresión con la URSS Hitler sorprendió a propios y extraños. Sorprender a los extraños está bien; ¡que se jodan! Pero sorprender a los propios… A Japón el Pacto le pilló con el paso cambiado. Unos meses antes había tenido una pequeña guerra fronteriza con la URSS de la que había salido trasquilado y se sentía rodeado de enemigos sin saber por dónde le caerían las collejas. Así que se puso a enmendar sus relaciones con su vecino del norte. En abril de 1941 su Ministro de Asuntos Exteriores, Matsuoka, visitó Berlin. Los alemanes le dieron pistas de que se disponían a atacar a la URSS, pero Matsuoka que era un poco obtuso en el juego de las adivinanzas no se coscó y de regreso a Japón firmó un Pacto de No Agresión con la URSS. Incluso si se hubiera coscado, está por ver si hubiera cambiado de política. Para entonces los planificadores japoneses ya habían optado por expandirse hacia el sur y tocarles los cataplines a norteamericanos, británicos, franceses y holandeses, con lo que no estaban para muchas aventuras en su frontera norte.
Esa decepción con Japón coincidió con un momento en el régimen franquista en el que los falangistas más ideologizados empezaron a batirse en retirada. El momento de tratar de adueñarse del Estado había pasado, aunque todavía no se hubiesen dado cuenta. Una de las áreas donde perdieron poder fue en la de la censura y la propaganda. Eso implicó que ya no pudiesen vender igual de bien la imagen idílica de un Japón de samuráis en comunión de intereses con España. La no entrada en la guerra contra la URSS y la constatación de que dos años de darse besitos en la boca no habían producido ningún resultado tangible llevaron a que los sectores conservadores comenzaran a ver a Japón con ojos menos favorables. A ese cambio de imagen se añadía una consideración de política interior: cuanto más se pusiese en evidencia que las relaciones con Japón eran un globo lleno de aire, en peor situación se dejaba al Ministro de Asuntos Exteriores, el cuñadísimo Ramón Serrano Súñer.
Si había alguien que se creía lo de la unidad de destino en lo Universal aparte de Giménez Caballero, ése era Serrano Súñer. Serrano Súñer aspiraba a ser el Mussolini español; se veía convirtiendo a España en otra Italia, en la cual la Falange jugaría el papel del Partido Fascista. Para mediados de 1941 Serrano Súñer estaba perdiendo la partida frente a su cuñado al que la única ideología que le importaba era la de mantenerse en la silla. En esa tesitura, Serrano Súñer decidió que su única posibilidad de montarse en el machito pasaba por la victoria del Eje. El Eje era la principal baza que le quedaba, ahora que los falangistas acomodaticios se estaban convirtiendo en franquistas y los ideologizados iban quedándose en la cuneta.
Serrano Súñer se pasó tantos pueblos en su pro-niponismo que el propio Embajador norteamericano en Madrid mandó una nota de protesta al Ministerio de Asuntos Exteriores español tachándolo de “portavoz” del Ministerio de Exteriores japonés. El Embajador japonés en Madrid informó a Tokio que la disposición española hacia Japón era mejor todavía que la alemana o la italiana.
De los muchos campos en los que Serrano Súñer trató de colaborar con Japón, el más llamativo, por no decir el más chusco, es el del espionaje. Japón había dependido de Alemania e Italia para plantar sus antenas en Europa, pero eso no le bastaba. España, por su condición de neutral, resultaba un lugar muy apropiado para recabar información. Otra ventaja es que los españoles, como súbditos de un país neutral, sí que podían viajar a los países enemigos de Japón. Y aquí entró en juego el personaje más desopilante de los que aparecen en el libro de Florentino Rodao, Ángel Alcázar de Velasco, el espía torero.
Alcázar de Velasco era torero, falangista radical y mujeriego, no sé bien en qué orden. Para imaginárselo, no hay más que representarse al personaje del torero Juncal que creó hace muchos años Paco Rabal. Hedillista y condenado a muerte por los sucesos de Salamanca, vio su sentencia conmutada por haber contribuido a frustrar una evasión de presos republicanos del penal en el que se encontraba. Reclutado por la inteligencia alemana, inició su peculiar carrera como espía.
Alcázar de Velasco estuvo destinado a comienzos de 1941 en la Embajada de España en Londres donde montó o trató de montar una red de espionaje, unos de cuyos clientes habrían sido los japoneses. Descubierto por los ingleses, que le dieron la patada, de regreso a la Península empezó a pasarles información a los japoneses y a ayudarles, con un afán digno de Gila, a montar una red de espionaje en EEUU.
Alcázar de Velasco era un gran fabulador, que es la manera educada de llamar a los mentirosos que tienen desparpajo y son simpáticos. El lector siente que Rodao, que entrevistó a Alcázar de Velasco para el libro, no sabe con qué quedarse de todas las historias que le contó éste. Parece que Alcázar de Velasco fue un espía muy prolífico., por no decir inventivo. Según Rodao, “buena parte de los datos entregados a los japoneses era pura invención.” No obstante, los norteamericanos llegaron a sentirse interesados por Alcázar de Velasco: muchas de sus informaciones verídicas estaban simplemente sacadas de la prensa aliada, pero había algunos datos que no procedían de la prensa sino de otras fuentes no identificadas. Los japoneses otorgaron durante mucho tiempo bastante veracidad a Alcázar de Velasco. Un dato curioso: una de las informaciones inventadas de Alcázar de Velasco era que en EEUU “un 70% de la población estaba contra la guerra, las fábricas habían decidido hacer material bélico defectuoso para protestar por la situación política”. El periodista y experto en relaciones internacionales japonés Kiyosawa Kiyoshi cuenta en su diario de los años de la guerra que asistió a una conferencia que dio en mayo de 1943 un funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores que afirmó que: “El hecho de que continuamente estén ocurriendo accidentes de aviones en América es el resultado de la inferioridad mental de los trabajadores y mediante esos productos defectuosos intencionadamente revelan su oposición a la guerra.” Pues sí, parece que alguna de sus invenciones coló bien.
Aunque la invención más sui géneris de todas llegó a comienzos de 1943, cuando Serrano Súñer ya no era ministro. Álvarez de Velasco les informó que Serrano Súñer había hecho un viaje secreto a Roma, donde había mantenido una entrevista con los Ministros de AAEE de Alemania e Italia y con un enviado norteamericano con vistas a un acuerdo de paz. La entrevista había sido fructífera, aunque el principio de acuerdo alcanzado no había progresado ante la negativa alemana a concertar una paz con EEUU sin contar con Japón. La información puso de los nervios al Embajador japonés en Madrid, que buscó y obtuvo la corroboración de la información de labios del propio Serrano Súñer. Sondeos en Roma y Berlin acabarían revelando que todo era una invención. ¿Por qué se inventaron esa historia?, se pregunta Rodao y la respuesta plausible que encuentra es bastante maquiavélica: incitar a Japón a que atacara a la URSS ante el temor de que sus aliados le dejaran en la estacada. Un falangista radical podía ver en ese ataque japonés la única posibilidad de que Alemania ganase la guerra a esas alturas del partido. Si ese falangista radical era Serrano Súñer, podía pensar que con ese ataque sus acciones personales volverían a cotizar al alza, ante la perspectiva renovada de que finalmente el Nuevo Orden se hiciera realidad.