Cada generación debería tener su Frankenstein. La novela de Mary Wollstonecraft, publicada en 1818, ha sido llevada al cine -o al teatro- en incontables ocasiones. Sigue siendo la más conocida, por el icónico maquillaje de la criatura -obra de Jack Pierce- la versión de 1931, dirigida por James Whale y protagonizada por Boris Karloff.
Aquel monstruo, en blanco y negro, hijo del expresionismo alemán, representaba el miedo al otro que venía de fuera: todos los monstruos de la Universal eran centroeuropeos. Casi no hablaba y por eso Bela Lugosi rechazó el papel, en una decisión que luego lamentaría.
En 1957, Hammer Pictures estrenaba La maldición de Frankenstein. Dirigida por Terence Fisher y con guión de Jimmy Sangster, la película se olvidaba de la criatura -interpretada por Christopher Lee- y le daba todo el protagonismo a un barón Frankenstein con los rasgos de Peter Cushing. El científico representaba un elemento subversivo en la encorsetada sociedad victoriana. El personaje sería desarrollado posteriormente en seis películas de gran interés.
Pero además de las adaptaciones más o menos literales, la novela de Mary Shelley llevó al escritor Isaac Asimov a acuñar el término "complejo de Frankenstein", una especie de argumento arquetípico de la ciencia ficción que representa el miedo a la máquina que se vuelva contra su creador. Ejemplos de esto son fáciles de encontrar en HAL 9000, el superordenador asesino de 2001: una odisea del espacio (Stanley Kubrick, 1968); en los replicantes existencialistas de Blade Runner (Ridley Scott, 1984); o en la rebelión de las máquinas de The Terminator (James Cameron, 1984).