“Si mi padre hubiese escrito una novela, no habría reaccionado de forma tan violenta. Mi opinión habría sido la misma, pero él habría dado muestras de una cortesía elemental: no habría hablado de mí como si estuviese a su disposición. Se habría inventado un personaje parecido a mí en el que yo habría encontrado rasgos de mi carácter, pero que no sería yo. Habría habido creación. ¡En lugar de eso, me encontraba formando parte de un documento más patológico que literario (al menos esa era la reacción de un paciente del doctor Zscharnak) actuando en el show Weyergraf Follies, donde hacía de hijo!”Franz y François
François Weyergans
Durante las últimas semanas ha surgido más de una vez por aquí la cuestión de la proyección del lector o del crítico sobre lo leído y el
Sin embargo, allí donde Roth es preciso, vívido y entra por los sentidos, por así decirlo, Weyergans se resiente de cierto exceso de verborrea. Su prosa es más cerebral y estéril, un poco a la manera de esas chispeantes comedias francesas o de Woody Allen, cuyos inicios nos enganchan por su brillantez y agilidad, por la inteligencia de sus diálogos y el atractivo de sus personajes, para decaer irremediablemente en la segunda mitad. Y eso es precisamente lo que ocurre en esta historia que, disfrazada de la biografía de Franz Weyergraf, lo es en realidad de la educación intelectual y sentimental de su biógrafo, su hijo François. Es divertida e inteligente pero termina por resultar un tanto cargante, saturada como está de jerga psicoanalítica y remordimiento católico.