Acaba de cumplirse el undécimo aniversario de los atentados yihadistas en los trenes de cercanías de Madrid que provocaron 192 muertos.
Lo que parecía repetición de un atentado similar de ETA abortado un mes antes, resultó otro prolegómeno de lo que el rey Abdalá II de Jordania acaba de definir como la III Guerra Mundial.
Si esto es así, tengamos claro que o vence la civilización o vencen los fanáticos religiosos, y hay países europeos donde esto último sería posible.
Son los regidos por autoproclamados apaciguadores, en realidad cobardes, que a la mínima dificultad que exige energía muestran su cainismo y disposición a la rendición, como ocurrió en España tras aquellos atentados del 11M de 2004.
Deben recordarse las grandes manifestaciones organizadas por la oposición liderada por José Luis Rodríguez Zapatero tras la masacre por señalar el Gobierno inicialmente, equivocada o voluntariamente, la autoría de ETA.
Cuando hubo noticias de que podía ser un acto islamista, aquella oposición acusó entonces al Gobierno de haber provocado a Al-Qaeda.
Pero los atentados se habían planificado tres años antes en Karachi, Pakistán, como venganza por el desmantelamiento en 1997 de una célula yihadista en España, y no por la presencia de sus tropas de paz en Irak, enviadas tras finalizar la invasión américo-británica de 2003.
Los ataques cambiaron el país: provocaron la caída del PP y la llegada de Zapatero, que ocultaba su miedo a sufrir algo parecido en un buenismo que hizo aparecer España ante el mundo como tierra de cobardes.
La huida de los soldados españoles de Irak forzada por Zapatero, insultados como gallinas por sus compañeros de países como Polonia, fue quizás el acto más cobarde que le impuso un gobierno a sus militares desde la entrada triunfal de los nazis en París.
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