No soy amiga de ciudades monumentales. El París de estatuas, mármoles y avenidas de ocho carriles me deja indiferente por mucho Louvre que me pongan. Lo de ponerse a trabajar a las siete menos diez para poder quedarse hasta la medianoche y pasarte el día siguiente contando a viva voz todo lo que trabajaste ayer mientras te auto-impones medalla tras medalla, tampoco me va. Por mucha azotea maravillosa con vistas al Petit Palais que tenga la oficina.
París tiene una cara hostil entresemana que muda a ciudad de ensueño en fin de semana. París es una ciudad para pasear sin prisa. Una ciudad infinita para disfrutar de sus vericuetos con encanto y sus minúsculas terrazas. Nosotros nos enamoramos en París. Como un cliché cualquiera. Nos conocimos en Inglaterra, pero ya se sabe que a los ingleses el amor nunca les sale bien a la primera. Será por la herencia victoriana, o por ese gusto suyo por sacarle punta al lado más negro de la vida, que una infinidad de romances fraguados en Inglaterra han necesitado de París para sellar su amor. El nuestro también.
Nosotros nos enamoramos pateando París. Desde Montmartre hasta Notre Dame pasando por Lafayette. Desde Étoile hasta la torre Eiffel. Desde los Elíseos hasta la Rive Gauche pasando por los Inválidos. Pasamos días enteros paseando sin rumbo. Tomándonos un vino aquí y un queso allá. Descubriendo brasseries recónditas y comprando ostras en los puestos callejeros. Tomando el sol a orillas del Sena y dejándonos la vida para encontrar un taxi de noche. Fueron meses de distancia y fines de semana eternos. Meses en los que París nos cedió su cara más inolvidable para que nos acostumbráramos a la mutua compañía, a las charlas deshilachadas y a los silencios apacibles. Sólo en París me atreví a pensar que quizá, y sólo quizá, podría pasarme la vida con este señor de pocas palabras.
Desde entonces hemos vuelto varias veces. Solos y sumando niñas en cada viaje. Esta tarde, si los Dioses del infortunio no vuelven a aliarse contra mí, sepultando el aeropuerto bajo esta nevada del infierno que ayer tuvo colapsado el tráfico aéreo, mis retoñas y yo pondremos rumbo a París. Será la segunda vez para las pequeñas y la cuarta para las mayores. Si el padre tigre no vuelve a hacer de las suyas este fin de semana podré enseñarles a mis niñas el París que más me gusta y disfrutar con ellas de todo lo que esta ciudad única tiene que ofrecer.
Me gustaría pasear con ellas por el Parc Monceau, uno de mis rincones favoritos donde solía perderme después del trabajo imaginándome como sería vivir en una de las casas maravillosas que rodean este parque en el corazón del ocho.
Me gustaría desayunar éclairs de chocolate y cenar crêpes. Y tomar haricots y échalotes como sólo los franceses saben hacerlas.
Me gustaría contar los escalones de la torre Eiffel y ver anochecer sobre los tejados decadentes desde la azotea del Pompidou.
Me gustaría ver Montmartre, aunque sea de lejos, y vagar por el museo d’Orsay sin ambiciones.
Me gustaría cruzar el Sena por el Pont Neuf rumbo al Hotel de Ville para tomarme un café au lait.
Me gustaría recordar viejos tiempos en Matignon, pasear por el Marais y comer en el marché des Enfants Rouges.
Me gustaría sobretodo que aprendieran que las ciudades se conocen andándolas, viviéndolas y comiéndolas.
Pero de lo que más ganas tengo, sin duda, es de volver a ver a mis amigas las parisinas de adopción. Preparaos. Que voy. Meteorología mediante.
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