Revista Cine

Frontera entre el mudo y el sonoro: La reina Cristina de Suecia

Publicado el 19 marzo 2010 por 39escalones

Película decisiva del siempre complicado Rouben Mamoulian, La reina Cristina de Suecia (1933) es un excelente ejemplo de la categoría artística a la que podían llegar los dramas históricos producidos por el sistema de estudios, con el cual, por cierto, como buen precursor de lo que después se llamaría “cine de autor”, Mamoulian mantuvo un enfrentamiento constante a lo largo de su carrera. Sobresaliente en ambientación y vestuario, a Mamoulian le vino de perlas su experiencia y su gusto por la dirección teatral, campo que compaginó con su dedicación al cine durante casi toda su trayectoria, para retratar el mundo a medio camino entre el puritanismo luterano y la opulencia de la corte sueca del siglo XVII. Heredera del trono a una edad muy temprana tras la muerte de su padre, Gustavo II Adolfo, en la batalla de Lützen, hecho de armas en suelo alemán que puso fin al conocido como periodo sueco de La Guerra de los Treinta Años (maravilloso inicio de la película, cuando dos soldados suecos moribundos charlan en sus últimos instantes y, a instancias de uno de ellos que pregunta al otro a qué se dedicaba en su país, responde “yo era rey de Suecia”), Cristina (interpretada maravillosamente por Greta Garbo) puede considerarse como el prototipo de soberana cultivada e inteligente, amante de las letras, de la cultura, de la ciencia (atrajo, por ejemplo, a Descartes a la corte sueca) a la par que hábil política y estadista. La película recoge con fidelidad histórica el clima que rodeó a su coronación y los primeros titubeos de la nueva reina en su estrenado oficio, presentando ya el ámbito en el que va a moverse y apuntando algunas de las claves sobre las que va a girar la trama posterior. Llamada prematuramente a su destino, desde una edad temprana hubo de atender cuestiones de Estado y sumergirse en complicadas y absorbentes maniobras políticas que la apartaron del desarrollo de una auténtica vida personal. Ello, unido a su preferencia por la estética masculina y el rechazo que muestra ante las peticiones de matrimonio del príncipe Carlos Gustavo, héroe nacional y favorito del pueblo, fomentarán las habladurías y las intrigas en su contra. En este punto, la película resulta precursora de otras muchas historias, sobre todo referidas a soberanos ingleses como Enrique VIII -y su affaire con Ana Bolena- o Isabel I de Inglaterra, en las que se nos han mostrado con detalle los entresijos de la vida en la corte, los grupos afines y los opositores, las intrigas alimentadas por rencores personales, las venganzas y los corsés que impone el servicio a la política del país.

No es hasta el establecimiento del drama personal de la reina hasta que la película alcanza su verdadera dimensión. Contemporánea de Luis XIV de Francia o de Felipe IV de España (IV de Castilla, III de Aragón), la reina, en su condición de inteligente estadista, guardaba excelentes relaciones diplomáticas con sus adversarios católicos y, por tanto, recibía y agasajaba a legados y embajadores franceses, españoles, portugueses o italianos (famosos son los regalos de célebres pinturas que hizo a los reyes de España y que hoy pueden verse en El Prado, por ejemplo). Uno de ellos, de existencia históricamente contrastada, fue Antonio, Conde de Pimentel (interpretado por John Gilbert), embajador español con el que la reina de la película iniciará un romance que junto a las cuestiones personales llevará aparejados múltiples condicionantes políticos que continuamente obstaculizarán y pondrán en riesgo su amor. Ansiosos de un matrimonio con Carlos Gustavo, el que posteriormente será su heredero, buena parte de los cortesanos suecos utilizarán los devaneos de la reina con el español (con el agravante de que, enemigos en la guerra lo son además también en la fe religiosa que profesan -cuyos mandamientos ambos violan, por cierto; en eso todas las creencias son iguales…-) como forma de presionarla y desacreditarla a fin de obtener sus objetivos políticos. Ella, manteniéndose firme respecto a su pueblo, defenderá con uñas y dientes su privacidad personal y su diferenciación absoluta de las cuestiones de Estado (debate de lo más actual, además, parece que no hayan pasado setenta años). El drama, por tanto, gira en torno a un amor imposible, o improbable, en el que la esfera pública de ambos juega en contra de sus deseos personales y que, finalmente, conllevará una elección difícil de asumir.

Convencional y no excesivamente novedosa por tanto en lo que al establecimiento del drama sentimental se refiere, la importancia de la película radica, además de en la dicomotía vida privada-vida pública especialmente referida a quienes desempeñan cargos representativos de una colectividad y las influencias retroalimentadas entre ambas esferas, en las cuestiones formales, más todavía pensando en el año 1933. La película bien puede suponer el fin de la etapa de transición entre el cine mudo y el sonoro, iniciada en 1927 con la dupla de películas Amanecer (F.W. Murnau) y El cantor de jazz (Alan Crosland), última película muda la primera (aunque incluye algún efecto de sonido, ganadora además del primer Oscar de la Academia -película de mayor calidad artística-, diferente de la película más sobresaliente, que obtuvo Alas, considerada erróneamente como la primera ganadora del premio a la mejor película) y primera sonora la segunda, con esas canciones subtituladas que la llevaron al éxito de taquilla, y que bien puede culminar con el último plano de esta cinta de Mamoulian, apenas dos años antes del primer filme íntegramente en color y a seis de distancia de Lo que el viento se llevó, cuando tanto sonido como imagen en color se consolidan ya como futuro inevitable para el medio cinematográfico y espectáculo de primerísimo orden. En ese sentido, la película resulta tan innovadora en lo visual y en el uso del sonido como deudora de formas y maneras propias del periodo mudo, sobre todo en cuanto a la planificación de escenas, caracterización de personajes, uso del maquillaje y lenguaje visual (de hecho en más de un momento uno espera el crédito correspondiente que sustituya al diálogo).

Esta duplicidad puede simbolizarse estéticamente en dos momentos muy importantes de la cinta. En el primero de ellos, la reina despierta tras una larga noche de amor junto a Pimentel en la cama de una posada. Mamoulian, cuya gran aportación técnica está constituida por el empleo de la cámara subjetiva, nos muestra la escena desde el punto de vista de la reina, sus ojos se convierten en cámara y vamos observando lo que ella está mirando desde su posición. Asistimos a su despertar, un momento crucial de la película en el que Cristina empieza a dejar de ser reina y comienza a sentirse una mujer normal, sustituye las cuestiones de Estado por sus deseos y sus ansias de realización personal, y eso lo consigue Mamoulian con un acertado empleo de una técnica novedosa.

El segundo instante, todavía más especial, retrotrae al todavía cercano cine mudo, y viene constituido por la despedida de la reina de su país tras haber abdicado en Carlos Gustavo (ver fotografía superior). En pie, en la proa de un barco que la llevará a su nueva vida, primero a los dominios españoles en Flandes y luego a Roma, donde finalmente fallecerá treinta años más tarde (su tumba puede verse en la Basílica de San Pedro), Cristina-Greta Garbo no sólo está diciendo adiós al pasado de su personaje o a sus grandes éxitos como actriz (aunque todavía filmará Ninotchka con Lubitsch seis años después); el espectador asiste quizá al último plano del cine mudo: observa el rostro impertérrito de Garbo, aparentemente inexpresivo pero gracias al cual, acostumbrados como estamos a un tratamiento visual propio de la época dorada del cine mudo, adivinamos, porque hemos asistido a sus devenires, el fracaso y la ilusión, la excitación de una nueva andadura con la amargura de la pérdida del ser amado (que le importa más que la de su propio país), y todo ello viene insinuado con un pormenorizado retrato de una mirada perdida, de un gesto ausente, azaroso (y equivocado, dado que si el viento alimenta las velas del buque y ella está ante el mascarón de proa, no puede sacudirle el rostro y ondular su pelo hacia atrás…), en el que la antigua reina Cristina se despide de Suecia, y Greta Garbo, Rouben Mamoulian y el mismo cine en pleno, se despiden del periodo mudo a la vez que miran al futuro en el horizonte.



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