¿Y sabéis? Esa noche tuve una revelación. Qué puñeteras son las revelaciones, te pueden pillar en el peor momento, incluso en el váter.
El caso es que a mí me sorprendió sobre un sofá tapizado en skay marrón, de los años setenta como poco. La verdad es que la estampa no era para tirar cohetes. Mucho mejor hubiese sido un chaise-longue de diseño en color beige, pero era lo que había.
De repente, ella habló. Quizás si se hubiera callado, todo hubiese ido como tenía que ir.
- Sabes que, si quieres, esto puede no terminar aquí... – soltó.
- Ah, ¿no? - Pregunté yo, deseando que no siguiese hablando.
- No... podemos desayunar juntos, y luego comer, y lo que tú quieras...
Ahí fue. Justo en ese momento me sobrevino la jodida revelación. Me incorporé. La miré, desorientado. Ella tampoco parecía entender por qué paraba...
- No vamos a desayunar juntos. – dije - Ni a comer, ni siquiera a cenar. De hecho no nos vamos a volver a ver.
- Pero, ¿qué dices?
Y no dije más, excepto un ridículo “Lo siento”, que no parecía aclarar nada. Me levanté, recogí mis cosas y dejé a la tal Sara allí. Cerré la puerta con cuidado y empecé a bajar las escaleras. En el rellano del segundo piso me detuve. Estuve a punto de volver, pero ya era demasiado tarde.
Me senté en los escalones y pensé que todo había sido por culpa de esa inoportuna revelación de los cojones: “¿Qué hago aquí? Ni siquiera me gusta. Yo quisiera estar en este sofá, o en otro de color beige, pero no con Sara, sino con ella. Con mi morena de pícara sonrisa, pero mirada sincera.”
Seguía en los escalones. Pedí un taxi, y reparé en lo fácil que hubiera sido todo sin revelaciones.