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No en todos los sitios de este planeta se da la sucesión de estaciones, pero donde se da, una cosa que parece clara es que la preferencia sobre invierno o verano no es tan personal y voluntaria como nos parece, y sí tiene mucho que ver con ese dicho popular que dice tal que "no eres de donde naces, sino de donde paces".Es decir, nuestro cuerpo tiene memoria de las condiciones climáticas que lo rodean, sobre todo en la infancia y la juventud, y debido a complicados sistemas bioquímicos se nos queda el termostato vital en un corto recorrido que es lo que se podría llamar "temperatura de confort", y los amplios cambios que se alejen de esa medida no nos resultarán agradables.
El clima y sus condicionantes, o lo que se llama coloquialmente "el tiempo", nos lleva a tramitar nuestras vidas y armarios por los vaivenes estacionales y, además, el invierno o el verano varían según la latitud que nos toque, ya que no es lo mismo el invierno frío de Burgos que, siendo frío, no llegará a ser tan frío como el de, por ejemplo, Helsinki; lo mismo pasa con el verano, que no es lo mismo un verano en Pontevedra que en El Cairo.
En latitudes templadas, donde los cambios de temperaturas son medianamente razonables, tiene su encanto esa transición de estaciones; y si bien a todos nos gusta el calor de veranito y lucir cuerpo y cuerpazo en camiseta o vestidos de finos tirantes, resulta que se da el axioma invariable de que hasta todo lo bueno cansa, y entonces, por mucho que nos guste tomar caipiriñas en el chiringuito de la playa o beber del fresco botijo bajo la reconfortante sombra de la casa familiar, también el calzarse las botas y ponerse un buen abrigo puede ser reconfortante. En realidad, todo tiene su encanto.
El problema de ambas estaciones es solo uno y es el viento. El viento hace que el verano no llegue a ser todo lo reconfortante que debería, y en invierno puede ser una tortura. Y hablo de viento, de ese que estás en la playa y te tienes que poner una chaqueta a la par que te quitas las arenas que se te meten en los ojos y en la boca; o el mismo, pero en invierno, que hace que se volteen los paraguas o que, la casualidad no lo quiera, caigan las tejas de los tejados sobre desprevenidos viandantes. También hay una cosa tan rara como injusta, que vemos que nos cuentan como "desgracia" en los noticiarios sobre el tiempo, y es que parece que esto de que luzca el sol a todas horas es algo maravilloso y fenomenal y el único efecto metereológico deseable y, sin embargo, que llueva es una lamentable tortura que se nos cuenta como si fuera una desgracia bíblica que hay que soportar con paciencia y resignación. Y eso cala en el respetable público que, sin pararse a pensar salvo cuando por la sequía no le sale agua del grifo de la cocina, no se da cuenta o se le olvida eso que estudian nuestros herederos en el colegio y que es tan importante como vital, que se llama el ciclo del agua. Del que dependen nuestras vidas.
No digo yo ahora que si anuncian lluvias sea obligatorio dar saltos de alegría, como sí se hace cuando se anuncia sol radiante; pero hay un realidad de la vida que no se puede obviar y es que lo de los días soleados está estupendo, nadie lo duda, pero como no llueva apañados vamos. Personalmente, soy más de cielos nublados que de grandes jornadas soleadas, ya que mucho sol me agobia y el calor no me sienta nada bien; pero tampoco el frío invernal me entusiasma nada, por lo que ni verano ni invierno. Yo me quedo en el otoño como mejor época del año, esa época en la que las horas del día son espaciosas, se van alternando días soleados y nublados, con lo que supone de belleza un paisaje otoñal, en que la naturaleza va cambiando en inauditos colores. Tampoco está mal la primavera, y eso de ver florecer los arbustos y contemplar el inexorable crecimiento de los capullos.
Ejem, por favor, que no se me ofenda nadie; por capullos me refiero a los brotes de plantas y plantitas, árboles y arbolitos y matojos varios, no es nada personal y que nadie se dé por aludido... El caso es que tanto el verano como el invierno son los periodos del año de más consolidación estacional, en los que menos cambios climáticos se producen y solo queda disfrutarlos o padecerlos mientras que, sin embargo, la primavera y el otoño son una continua transición de colores, olores, nubes, sol y chaparrones y, desde mi punto de vista, es tan entretenido como apasionante verse inmerso en esos cambios constantes. Pero todo cambio debe tener un periodo de descanso y por eso existen, donde existen, las estaciones de invierno y verano, un periodo vital donde todo parece pararse y establecerse para darnos un también merecido descanso mental a tanto cambio que nos rodea y del que muy pocas veces somos conscientes.
Aunque mi preferencia es más invernal, hay que reconocer que se pueden llevar mejor los calores veraniegos que los fríos invernales, además de ser una estación más económica y barata, pues ante el verano nos tomamos un helado y nos ponemos tres trapos y sandalias y ya estamos alimentados y vestidos, mientras que en invierno hay que hacer acopio tanto de aporte calórico alimenticio como de varias capas de ropa y todo se hace más lento, mas incómodo y, por qué no decirlo, más caro. Pero la tranquila degustación de un café irlandés frente al calor chisporroteante de una chimenea también tiene su encanto, no me digan que no. Por tanto, aunque mi particular biología y sistema bioquímico corporal se encuentran más estables en clima frío, hay que reconocer que el veranito es más cómodo y llevadero y, además, la gente está más contenta y divertida y no como cuando llueve que, no sé por qué, hay tanta gente a la que se le amarga el carácter y no te saluda ni en el ascensor, como si cada vecino con el que coincide fuera el culpable de que no luzca el sol...
Bueno, no importa; todos tenemos nuestras manías...