Fuera de sí

Por Daniel Vicente Carrillo



El sexo desentumece y hace más llevadera la existencia a muchos, siendo en este sentido como la música, aunque a un nivel craso, táctil y visceral (la unión de sexo y música en "ritmos sensuales" resulta signo inequívoco de brutalización de la cultura). Es la bajeza del sexo como fuerza psíquica, más que su suciedad o cualquier otro vago juicio estético, lo que debería impedirnos tenerlo en mucho. No hay en él espontaneidad de decisión, sino pulsión mecánica; no suscita la armonía entre las pasiones, sino monomanía narcisista y autoengaño. El sexo no ha engendrado ningún sentimiento noble, porque es torpe y animal, propiciando en cambio incontables mentiras, inconsecuencias y humillaciones. Así, el ardor erótico que se espiritualiza se niega a sí mismo, ya que pospone la satisfacción inmediata y discontinua para transmutarla en continuo ideal. Ahora bien, aunque el sexo en el resto de supuestos sea de por sí desordenado, puede formar parte de un orden superior que lo contenga y en el que ayude a equilibrar el todo. De ahí se sigue que no quepa arremeter contra lo sexual dentro de ciertos límites morales, esto es, salvo que se le dé más importancia de la que posee y por ello amenace con esclavizarnos.
La libertad sexual es la libertad del sexo, no la libertad de los hombres. Por ello quien la defienda atacará a aquellos individuos que, en ejercicio de su autonomía, decidan privar de libertad al sexo y dársela a sí mismos. La virginidad será vista como repugnante por quienes desean multiplicar el número de coitos al infinito; la abstinencia, como una prenda inútil nacida del prejuicio. Sostendrán que no se puede juzgar sin experimentar, ni juzgar en contra de la experiencia. La sensación de placer, que como la del dolor es ciega e irracional, se asimilará al juicio positivo de un modo inapelable, otorgándose con ello al goce sensible una potestad dictatorial sobre el resto de facultades psíquicas; reduciéndose, en suma, todo discernimiento posible respecto a la salud a la cándida confianza en el propio instinto. Lo cual contraviene la noción moral misma, pues cualquier fin particular debería estar subordinado a fines más generales, y un grupo de ellos al conjunto de todos. En conclusión, cuando esta jerarquía no se respeta, o ni siquiera existe de un modo claro, hablamos de desorden o extravío.
Supongamos una esfera normativa que premiase las prácticas de las que, sin herir a terceros, derivaran en algún tipo de delite personal. Si las premia por el mero deleite a que dan lugar, incentivará prácticas incompatibles entre sí, como la laboriosidad y la pereza. Si, por el contrario, las premia por sus fines, la consideración del deleite estará de más, presuponiéndose en tanto que se atribuya a una acción libre. De este modo, el matrimonio ideado única y exclusivamente para mi placer y el de mi cónyuge corta todo vínculo con la sociedad, por lo que no es un derecho, sino un privilegio. Ahora bien, el único vínculo posible entre mi satisfacción erótica y la utilidad social es la obtención de descendencia. Y esto es lo que simboliza la institución matrimonial, a saber, el momento en el que el placer individual se hace útil en sentido ético. No ya como agregado al todo (yo soy más feliz, ergo la sociedad a la que pertenezco también), mas como generador de un producto nuevo y tangible, semejante al del obrero que lo obtiene del fruto de su trabajo. Pues, para empezar, que aumente la felicidad agregada por el hecho de casarme no está claro, ya que mi matrimonio, que me hace feliz a mí, puede hacer infeliz a muchos que me envidien. Luego, se precisa algo más que mi felicidad para que yo tenga derecho a ser feliz, esto es, un derecho a que mi felicidad sea activamente buscada por el poder público, y no una mera libertad a no ser molestado. Debo hacer feliz al Hombre para poder ser feliz como un hombre, no como una bestia, y merecer la ayuda de la sociedad humana.