Paró el motor diesel y aquella vibración cesó, dejándonos una paz en la piel sólo comparable al momento en el que el dentista apaga la fresadora.
El que conducía se bajó y cerró la puerta de la furgoneta de un golpe. Detrás, como las ovejas que siguen a la primera que se atreve a pasar por el arco del corral, salimos los otros tres.
Nos estiramos, nos desperezamos, miramos todo alrededor con extrañeza. Cerramos la última puerta del coche (y todo aquello quedó dentro) y empezamos a caminar, y a notar el olor a las jaras y a los pinos, el ruido del río, a unos pájaros grandes que hacían círculos y emitían sonidos extraños; el aire en la cara, el sol casi frío reflejando en los ojos llorosos por la mañana -y no dijimos nada, permanecimos los cuatro en un silencio cómplice- fue cuando nos dimos cuenta de que por fuera del coche (del ordenador, de la casa, del teléfono móvil, de la televisión, del estadio de fútbol, de la discoteca, del ruido de vasos en el restaurante, de la autopista, del concierto en el auditorio, de la oficina de administración, de la sucursal del banco, de la redacción, de la obra, de la clase, de los alumnos, de uno mismo…) había otro mundo, y era bastante más agradable.
PD.: Gracias Felipe, Patricia, Laura, Jose y Desi por acompañarme allá afuera, donde todo es más agradable.