Los humanos somos animales sociales y nuestra principal actividad, desde tiempos inmemoriales, es el mercadeo. Nuestra vida es un continuo intercambio de productos y servicios, pero también de conocimientos.
Si, a nivel personal, resulta inviable poder llevar una vida mínimamente satisfactoria sin llevar a cabo esos intercambios con otras personas, a nivel de comunidad o empresa, resultaría un completo fiasco. Todos nos necesitamos a todos para emprender cualquier proyecto, por modesto que sea, porque solos nunca podríamos llegar muy lejos.
Si como especie hemos llegado hasta aquí ha sido gracias a esa interacción con los demás, a ese continuo trabajo en equipo que ha permitido la división de roles y tareas y ha conseguido que nuestra unión se convirtiera en nuestra fuerza.
Fantástica ilustración de un mercado encontrada en Pixabay. Autor: DesignDrawArtes.
Cuando hablamos de mercados, muchos nos imaginamos los mercados semanales ambulantes de fruta y verdura que acampan en las plazas de nuestros pueblos o barrios de ciudades. A otros les pueden venir a la mente imágenes de grandes centros comerciales donde pueden comprar desde comida, a ropa y todo tipo de complementos, entradas de cine o incluso viajes. Pero hay otros mercados en los que lo que se expone a la venta no es un producto que se pueda ver, oler, tocar, oír o degustar. Hablamos de mercados bursátiles, donde lo que se compran son acciones abstractas de grandes compañías. Pero también existen el llamado mercado de la droga en barrios marginales o en narcopisos y plataformas que se esconden en la internet oscura en las que se pueden adquirir armas o drogas específicas, servicios sexuales con menores que han caído en manos de tratantes de seres humanos o incluso de sicarios que se prestan a eliminar a quien sea por una suma de dinero que les convenza.
Lejos de esos mercados, existe otro en el que todos representamos nuestro papel de forma activa o pasiva. Se trata del mercado laboral. Un mercado que, como el resto de mercados, está sujeto a las leyes de la oferta y la demanda, pero también a otros factores que le pueden hacer fluctuar en una u otra dirección, llegando a comprometer la continuidad de muchas empresas y la empleabilidad de muchos trabajadores.
Si hace apenas unas décadas, el puesto de trabajo podía ser para toda la vida, sin necesidad de opositar a una plaza de funcionario, la realidad actual es bien distinta. El fenómeno de la globalización ha contribuido a abaratar costes de producción en el mundo occidental y a acercarnos mucho más unos a otros, pero ha hundido a muchas empresas y ha obligado a reinventarse a muchos trabajadores que, después de años haciendo lo mismo, han tenido que volver a formarse para optar a puestos de trabajo peor remunerados que los que tenían, pero mucho más exigentes y en los que están expuestos diariamente a muchísima más presión.
Imagen encontrada en Pixabay. Autor: Mysticsartdesign.
Si algo hemos aprendido de la pandemia del coronavirus es que ese modelo de mundo globalizado que nos permite hacer nuestras compras por internet en el otro extremo del mundo, con la dosis extra de contaminación que ello conlleva para el planeta, es un verdadero disparate. Porque ese incesante tráfico de mercancías en enormes barcos cargados de contenedores que inundan los océanos no es en absoluto un escenario sostenible en un mundo amenazado por el cambio climático.
Otra lección que deberíamos haber aprendido de la pandemia es que el teletrabajoque nos han vendido como la herramienta ideal para conciliar vida laboral con vida familiar no es más que una trampa para seguir abaratando costes en las empresas y precarizando los servicios que prestan.
Una empresa que vende servicios a otras empresas o a particulares no puede descuidar la atención al público de forma presencial. No puede tampoco obligar a sus clientes a hacer todos sus trámites online. Siempre habrá clientes que preferirán esa opción porque les ahorrará tiempo y desplazamientos, pero éstos aún son minoritarios.
Las personas preferimos, en general, ser atendidas por personas. Preferimos poder charlar con nuestros interlocutores en un lenguaje menos formal, más distendido. A veces elegimos ir a comprar a determinado establecimiento o puesto del mercado ambulante no por los precios o por la mayor calidad de los productos, sino por la persona que nos atiende allí. Si eliminamos las personas de esos mercados, ¿qué sentido tiene seguir eligiéndolos como mejor opción?
En el mercado laboral, las empresas y los trabajadores somos los productos estrella. Todos somos susceptibles de vendernos o comprar a otros. Vendernos y comprarnos en el buen sentido de la palabra. Afortunadamente, ha pasado mucho tiempo desde aquellos vergonzosos mercados de esclavos, aunque en algunos puntos del planeta, sigan teniendo su espacio por mucho que las leyes internacionales se empeñen en dictaminar su prohibición y en la propia España tengamos que ver continuamente cómo desarticulan organizaciones de trata de seres humanos.
Ha pasado apenas poco más de una década desde que nos estallara en la cara la burbuja inmobiliaria. Una burbuja que muchos intuíamos, pero que nadie parecía querer tomarse en serio.
Aquellos primeros años del siglo XXI creíamos que vivíamos tan bien... Había tanto trabajo, se construía y se producía tanto, que todos nos creímos ricos sin darnos cuenta de que nuestra ambición nos hacía más pobres por minutos. Cuánta gente no cambió su piso ya pagado por una casa adosada o un ático con vistas por aquello de aspirar a mejorar su calidad de vida. ¿Cuántas de esas personas no se verían en la calle pocos años después?
Aunque acabemos de pasar las peores fases de una pandemia que aún no ha terminado y tengamos registrados en el SEPE más de tres millones de parados, España vuelve a vivir una situación que recuerda bastante a la de aquellos primeros años de la década del 2000. Hay muchas empresas que no encuentran los perfiles de trabajadores que buscan. Y ya no se trata de los clásicos soldadores, mecánicos, torneros o enfermeros. Ahora cuesta encontrar cualquier tipo de profesional de cualquier sector.
Después de los estragos de la pandemia, la gente que busca trabajo tiene claras sus prioridades y apuestan por la calidad de vida, por tener horarios más flexibles y por poder elegir opciones donde se cobre más. La ministra de trabajo ya contestaba hace unos días a empresarios de la hostelería que se quejaban de no poder cubrir sus vacantes. “Páguenles más”. Y podríamos añadir a la recomendación de la ministra que reorganicen los turnos de trabajo y distribuyan mejor las tareas a desempeñar, de manera que el trabajador no se sienta explotado.
No puede ser que alguien se vea obligado a trabajar de lunes a domingo once o doce horas diarias sin un solo día de descanso durante todo un verano para cobrar lo mismo o poco más de lo que cobraría en una fábrica por trabajar de lunes a viernes en turnos intensivos de ocho horas. Esta realidad tienen que entenderla de una vez los empresarios del sector de la hostelería. Cierto es que hay una franja preocupante de la población que no tiene oficio ni beneficio y que, difícilmente, va a volver a trabajar. No porque no pueda encontrar su hueco en el mercado laboral, sino por la actitud de absoluta pasividad que muestra. Suelen ser personas que quieren cobrar mucho, pero no están dispuestas a reciclarse, ni a formarse en una nueva ocupación, ni a adaptarse a ningún tipo de nuevo escenario que les exija el mínimo esfuerzo. Estas personas no todas son ni-nis. Las hay de todas las edades y en todos los sectores.
La gente que tiene ganas de trabajar se reinventa cuando pierde su empleo y se resiste a quedarse rezagada. Ven en la nueva situación una oportunidad para probar cosas nuevas y salir adelante. La que no tiene ganas de trabajar y se ha habituado a vivir de subsidios, lo único que encuentra siempre son excusas para perpetuarse en su posición de víctima de un sistema que la ha dejado de lado.
Lo que se está viendo últimamente en muchas economías occidentales y, por supuesto, también en España, es un auge de fuga de talento en las empresas.
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Cuando en el mercado laboral hay mucha oferta, la sensación que perciben los trabajadores en activo o los desempleados que buscan su oportunidad es la de que pueden permitirse el lujo de elegir dónde quieren trabajar. Pero a veces ese aumento de la oferta lo provocan las propias bajas voluntarias de los muchos trabajadores que deciden cambiar de trabajo. En realidad, lo que está ocurriendo no es que haya más trabajo; lo que hay es más rotación.
A mayor rotación, las empresas se ven forzadas a subir salarios para retener o captar nuevo talento y esto hace que suban los precios de todos los productos y servicios. Si al empresario le suben los costes de mantenimiento de su plantilla, tiene que repercutir esos costes en el producto o el servicio que vende. Este hecho dispara, a su vez, la inflación.
En épocas de crisis, los trabajadores activos no se plantean cambiar de trabajo por miedo a lo que pueda pasar. Pero, en cuanto se percibe un cambio de tendencia en el mercado, ya sea ésta debida a una mejora real de la economía o al inicio de una fuga de talento de las empresas, los buenos trabajadores se empoderan y no dudan en postularse como candidatos a las vacantes que captan en el mercado buscando mejorar sus condiciones de trabajo. Es perfectamente lícito.
Si una persona sabe que es buena en su campo de actividad y se siente infravalorada en la empresa en la que trabaja, tiene todo el derecho del mundo a buscar una mejor oportunidad de seguir desarrollando su talento.
¿Cómo evitar que estos trabajadores abandonen sus puestos de trabajo y acaben en las empresas de la competencia? La pregunta no es ninguna novedad. Tenemos el vicio de dejar escapar a los mejores, por resistirnos a mejorar sus condiciones laborales y salariales, y luego acabamos teniendo que contratar a dos o tres personas para que lleguen a asumir la misma carga de trabajo de la que soportaba el profesional que hemos dejado escapar. Eso sí, a esas personas se les paga mucho menos. Pero si ese mucho menos lo tenemos que multiplicar por tres para llegar al mismo resultado que teníamos con una única persona, ¿qué ganamos?
A veces nos gusta perdernos en las trampas de las estadísticas y en las mentiras piadosas de las políticamente correctas políticas de empresa.
En un mundo que nos demanda tanta flexibilidad y tanta capacidad de adaptación a mareas continuamente fluctuantes, las empresas no pueden seguir conduciéndose con políticas tan rígidas. Los trabajadores, por nuestra parte, tampoco hemos de ver a las empresas como lugares de explotación en los que se nos exige mucho, pero se vulneran muchos de nuestros derechos. Aunque, desgraciadamente, siga habiendo empresas que encajan en ese perfil, muchas otras están muy lejos de parecérseles.
Empresas y trabajadores hemos de entender que las obligaciones y los derechos de ambas partes han de ir de la mano. Si cumples con tu parte del trato, puedes exigirle a la otra parte el cumplimiento de la suya, pero si la vulneras, la otra parte está en su legítimo derecho de hacer lo mismo.
Un contrato laboral es, ante todo, un acuerdo mediante el que un trabajador le vende a una empresa parte de su tiempo diario a cambio de una retribución económica. No hay más. La continuidad de ese acuerdo tiene sentido mientras las dos partes se sientan satisfechas. Cuando una de las partes se empieza a sentir en desventaja es momento de sentarse, exponer lo que piensa y renegociar ese acuerdo. Si se llega a un entendimiento, pues perfecto. Si la negociación fracasa, para el trabajador habrá llegado la hora de abandonar el barco y para el empresario la de dejarle escapar.
Lo situación más triste de ese tipo de escenarios es cuando ambas partes están a gusto, pero no logran ponerse de acuerdo por un tema puramente económico. La empresa deja escapar a un buen trabajador sabiendo que lo tendrá muy difícil para reemplazarle, pero confiando en encontrar a alguien igual. Quizá tenga la suerte de encontrar a alguien que resulte incluso mejor, pero tiene muchas posibilidades de encontrar justo lo contrario. Pues no podrá evitar comparar a la persona que incorpore con la que ha dejado marchar. Y las comparaciones siempre acaban siendo odiosas. Lo que nunca encontrará es alguien igual a la persona que ha perdido. Porque todos somos únicos. Para cualquier empresa, todos somos trenes que solo pasan una vez. Si nos dejan marchar, nos pierden para siempre.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749