El peso de la Justicia deberá caer como una losa marmórea sobre los responsables del execrable atentado contra el consejero de Cultura y Turismo murciano, Pedro Alberto Cruz, agredido brutalmente el sábado a las puertas de su casa por dos o tres alimañas. Dos días después de este lamentable suceso, que llevó a Cruz hasta un quirófano para que la medicina reparara lo que había provocado la barbarie humana, la Policía detuvo a un sospechoso. A las pocas horas, cuando el detenido declaraba en Comisaría, trascendió su identidad. Algunos medios digitales fueron los primeros en revelar el nombre y los apellidos del supuesto agresor del consejero. Al verlo reflejado, no pude por menos que sorprenderme. Ni siquiera se daban sus iniciales. Se escribía, para que todos pudieran leerlo bien claro, el nombre completo.
El despropósito no quedó ahí. Acto seguido, alguien condujo al mensajero hacia el domicilio del detenido, ubicado en una pedanía de la capital. Se supo también a qué se dedicaba su familia. Todo ello, mientras se entremezclaban datos e informaciones del calibre de que era un ultra de izquierdas, un antisistema, un sharpero seguidor de un equipo de fútbol que ya no existe y que había sido sancionado por su comportamiento en un campo de fútbol, en Alicante, si bien no se especificaba demasiado el motivo por el que se enfrentó a una multa de 3.000 euros. Al día siguiente de la detención, su fotografía aparece en la portada de dos rotativos: en un caso, pixelada parcialmente aunque, en el otro, sin ningún matiz que llevara a preservar su imagen.
Desde el momento de su apresamiento, y hasta hoy, los agentes que lo interrogan no han conseguido que confiese que es coautor de la brutal paliza propinada al consejero Cruz. Pasan las horas, y hay quien apunta incluso que podría estar diciendo la verdad. Esto es, que no fue él. Cuando se cumplan 72 horas, como manda la ley, deberá ser puesto a disposición judicial. Si hasta entonces, e incluso después, mantiene su versión, la juez que instruye el caso tendrá la última palabra. Y si ese veredicto es absolutorio, todos deberemos entonar un monumental y vergonzoso mea culpa por haber fusilado mediáticamente a alguien, sin dejarle el resquicio primordial que para cualquier individuo debe garantizar todo Estado de Derecho: la presunción de inocencia.