E n mi niñez, el llorado Rodríguez de la Fuente dedicó un excelente reportaje a la nutria ibérica, a su juicio el animal más juguetón por estos pagos. Don Félix andaba equivocado, porque no hay animal más juguetón que el hombre.
De arrojar una piedra, trepar a un árbol o cruzar un río nadando, hacemos un juego. Por juego adquirimos hoteles en el Monopoly, erizamos de vallas una pista de carreras, convertimos una simple mesa en un billar con agujeros, fabricamos naipes, libramos la batalla claustrofóbica del ajedrez. Algunos endemoniados barren el hielo con una escoba de curling, otros se descoyuntan en el potro con aros y otros esquivan la montaña con un parapente. Convencidos de que los niños aprenden jugando, les proveemos de toda clase de artilugios que vuelan, pintan, berrean y hasta se hacen caca.
La evolución humana es, en realidad, la historia de la mano. Una mano ágil y obediente es la guardia pretoriana de un cerebro superior. En consecuencia, los juegos más refinados, los que exigen más precisión, se juegan con las manos. Incluso los bolos, y no digamos el golf de Seve o el tenis primoroso de Djokovic, son más complejos que los cien metros lisos. A un boxeador no le sobra un buen juego de piernas, pero la victoria depende de la mecánica fulminante del zarpazo.
El fútbol tiene de grandioso precisamente que algunos superdotados no se enfundan los pinreles con prosaicos calcetines, sino con guantes de damisela. Desplazan un balón literalmente a patadas, pero de tuercebotas se transfiguran en cirujanos del césped. Hacen fluido y "civilizado" algo muy primitivo y difícil, pues evolucionando hacia la mano sapiens perdemos la facultad de usar los pies con la inexplicable relojería de un Messi. Millones de querubines los emulan aturulladamente, en un simple cacho de tierra, sin más instrumental que un balón y unas precarias porterías. Las reglas son muy simples: el más torpe, de portero; el otro chuta p'alante, no la toca con la mano y penalti, gol, es gol. Exceptuando la sutileza del fuera de juego -que solo opera a nivel dijéramos profesional-, es un deporte proletario sin mandangas como la personal en ataque o el mamoneo de los jueces con la dificultad de las volteretas.
Concurre otro hecho fundamental: por encima de alevines y de los partidos de cuñados, marcar un gol es jodidamente difícil. Véase cuántos partidos acaban en un decepcionante 0-0 (hasta el cerocerismo es una táctica), cuántos se ganan por la mínima. ¡Nada que ver con las gorradas 57-14 del rugby! Los pijines del baloncesto enchufan 40 canastonas, los del balonmano meten 13 goles cañeros, los billaristas engarzan 20 carambolas de película, pero ¡amigo! Un gol, un solo gol, la volea titánica de Zidane en Glasgow, el zapatazo seco de Iniesta en Sudáfrica, nada más que un gol, te perfora el hipocampo para los restos.
Lamentablemente, si el fútbol nunca fuera de caballeros, ha acabado siendo de rufianes. De hecho ya no es ni juego ni deporte, sino negociete pestilente de constructores y periodistas chungos. Los "deportistas" se agreden o lo fingen sin cesar, pierden tiempo deliberadamente, amañan partidos, escupen al rival o le menean las partes, se tiran en el área o hacia el área, corriendo más riesgo de lesionarse que chutando de verdad. Los clubes son pozonas sépticas que fichan y desfichan para engordar a representantes analfabetos y para trincar subvenciones mientras a la Seguridad Social que la zurzan.
¿Y el público? Pues más bien bocazas de barriga prominente, que bailan el agua a los sinvergüenzas y que no aman el deporte, sino ganar como sea, aun acojonando al árbitro y tronchando meniscos rivales. Borregos faltones que ¡ignoran la maravilla que es el fútbol! Un deporte en plena revolución física, cuyos mejores jugadores contemporáneos son portentos atléticos cuya velocidad y precisión Puskas no hubiera ni soñado: bastante tendría con no ahogarse al tercer arranque.
Un juego extraordinariamente versátil, que se ejecuta de maneras tan diferentes -y a la vez tan excelsas- como el gran Madrid de Mourinho aplacando al gran Barcelona de Guardiola, como si jugaran a cosas distintas, aunque con reglas parecidas. Un deporte donde brillan tipos que se dirían de planetas lejanos. El central rocoso que siempre está, el delantero pasota que nunca está, pero cuando le place es puro fulgor; el mediocentro que se inventa 15 pases inverosímiles y sin embargo 12 le salen perfectos, alguno tan chocante que solo lo entiende el pasota y ese día la arman.
Un juego para deportistas de plasticidad soberbia. La facilidad "líquida" de un Schuster que circulaba el balón sin tocarlo, trotando sin prisas a su lado o un poco por detrás, hasta que le apetecía cambiarle la trayectoria con un toque, acaso un suspiro, de exactamente 40.000 milímetros. La jerarquía silenciosa de Baresi, el latigazo nervioso de Cruyff, la ingeniería febril de Xavi, la vorágine impredecible de Van Basten. El mazazo anaeróbico de Bale, que contra toda lógica alcanza el balón no en línea recta, sino corriendo un trecho por fuera de la banda.
Un deporte para degustar como el arte. Sin saber por qué, me emociona más Goya que Picasso, e igual me pasa con el fútbol: más allá de forofismos bobos, lo enjuicio como obra artística. Ahí va. Siendo admirable la filigrana inagotable del gran Barcelona, capaz de resobar el cuero hasta borrarle la marca, de dar 500 pases a velocidad supersónica y de marcar 7 goles por el método barroco de meter en la portería 4 jugadores a la vez que el balón... Siendo admirable, digo, me decanto por el trallazo flamígero del gran Madrid, con pelotazo sedoso de Kroos, carrera fotónica de Cristiano y regate/remate brut nature de Benzema y mira por dónde en menos de 3 segundos te ha mojado la oreja una nutria ibérica y epiléptica.