El Real Madrid está dispuesto a pagar unos cien millones de euros por un futbolista galés llamado Gareth Bale, un héroe nacional británico cuya compra hay quien ve como la revancha española por Gibraltar.
No es para tanto: los jugadores de fútbol se venden ellos mismos, en colaboración con los clubes, como productos de gran lujo para un espectáculo que es una industria manejada cada día más por multimillonarios.
Por un lado los obispos catalanes, que no protestan contra con los dispendios del Barça, porque son sus fans, pero que denuncian como pecado los del Madrid, y por otro lado las oenegés, rechazan el gasto poniéndolo como una afrenta al hambre en el mundo y al paro en España.
Ya protestaron con iguales argumentos en 2009, cuando el exhibicionista Madrid fichó a Cristiano Ronaldo por 96 millones de euros.
Pero resulta que estas compras, Bale saldría por 16.680 millones de las desaparecidas pesetas, están alentadas por los socios ricos de su club, pero también por sus parados y sus pobres mendicantes.
El precio del fútbol y los futbolistas no es un valor monetario, ni ético, sino estético. Para el aficionado madridista Bale o Cristiano, como Messi para el del Barça, tienen el valor de la Puerta de Alcalá o el Museu Nacional d’Art de Catalunya.
Es un sentimiento, una espiritualidad admirativa hacia quien da como mayor acierto patadas a una cosa redonda llamada balón, y que hay que colar por un rectángulo.
Ahora que han descubierto en Petén, Guatemala, un grandioso friso maya que explica su belicismo suicida como razón para su extinción, debe recordarse el pitido final de su juego de pelota: los perdedores eran debidamente ejecutados y devorados por la afición.
De aquello a pagarles opíparamente y valorarlos en cien millones hay un salto en la gastronomía y en la torpeza humana.
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SALAS