Estimado Gabriel Cruz: acaba de confesar usted que es tal su sentimiento de culpa por su relación con Ana Julia Quezada, asesina confesa de su hijo Gabriel, que a veces siente la tentación de suicidarse.
No lo haga porque divulgar el origen de su dolor puede guiar a personas como usted que, erróneamente no analizan la calidad humana ni el verdadero carácter de quienes se relacionan con ellas afectiva o íntimamente.
Aunque inevitablemente recordará el drama que concluyó con la sádica muerte de su hijo de ocho años al que llamaban cariñosamente Pescaíto y que había desaparecido el 27 de febrero de 2018.
Su cadáver había sido ocultado por esa mujer con la que usted convivía y que aparentaba mayor dolor por el niño que su propia familia, aunque hasta que la detuvieron el 11 de marzo era sospechosa para la guardia civil.
La vida, historia familiar y relaciones de Ana Julia Quezada, que debía conocer y de las que sospechaban sus allegados, le pasó desapercibida a usted quizás por buscar consuelo fácil tras sentir el vacío que angustia a quienes rompen una unión estable con algún hijo en común.
Después hay sucesos de malos tratos y asesinatos con víctimas, mayoritariamente de mujeres, que en algunos casos no querían conocer el carácter real de las personas con las que convivían; también ocurre con hombres, ancianos y niños como Gabriel.
Compartimos leyes y reglas sociales que tratan de prevenir los crímenes, mientras olvidamos que las relaciones personales pueden ser tan dañinas como las de las sociedades más salvajes, en las que la vida y la dignidad humanas carecen de valor.
Aquello que se nos decía de adolescentes de “cuidado con las compañías” es cada día más necesario ante gente peligrosa aparentemente apacible.
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SALAS